domingo, 20 de agosto de 2023

Negativos

Hace unos días se metió una mariposa a mi casa. No era peculiarmente linda pero sí era particularmente grande. Pensé en todos los mitos sobre las mariposas. Casi todos aluden a presagios desagradables: alguna muerte, alguna pérdida, enemistad, qué sé yo. Me recordé de niña cuando escuchaba las conversaciones supersticiosas de mis primas y sus amigas. Yo, siempre al cuidado de ellas, era una suerte de compañía y de pendiente. En ese mundo infantil, en casas desconocidas, mi mente se pobló de voces femeninas que trataban de descubrir el mundo. 
Recuerdo una creencia peculiarmente graciosa: las mariposas de colores anuncian embarazos. "¡Dios me libre!" Inmediatamente después recordé otra voz: "cuando una mariposa te busca se trata de un recuerdo que te manda alguien que ya murió", decía mi abuela. Pensé en ella, pensé que quizás era un recuerdo que ella me enviaba. Hacía mucho que no soñaba con ella y precisamente la noche anterior la soñé. 
Lo cierto es que esa mariposa me trajo muchos recuerdos, resucitó muchas voces que tenía apagadas, olvidadas o encerradas por el dolor de la pérdida. Quizás lo que realmente murió fue esa infancia, que he decidido enterrar profundamente para no enfrentar el duelo de haber perdido ese mundo que se presentó tan mío, que se hizo para mí, que yo imaginé y di por hecho, para ahora no encontrar ni ruinas. Esa pérdida, el no reconocerme y no reconocer a nadie en ese pueblo me ha llevado a buscar desesperadamente nuevos espacios para dejar de estar suspendida. 
Esos recuerdos se han vuelto una suerte de negativos, una historia detrás de las imágenes que conservo en la memoria. Pero a la vez esos recuerdos que antes parecían tan nítidos, tan reales, terminan por disolverse en otras reflexiones, en usos, en recuentos y cuentos. Ya no hay nada que nos una. Ese cariño que seguro existió en algún punto ya no existe porque la vida es así: todos estamos muy ocupados.
En medio de la destrucción y rescate de negativos, pensando en las ruinas que quedan de un anhelo que tuve de niña, y no era sino el anhelo secreto de la familia,  recordé "Contra la Kodak" de José Emilio:

Cosa terrible es la fotografía.
Rostros que ya no son,
aire que ya no existe.
Porque el tiempo se venga
de quienes rompen el orden natural deteniéndolo,
las fotos se resquebrajan, amarillean.
No son la música del pasado:
son el estruendo
de las ruinas internas que se desploman.

Lo que quedan son fragmentos de un recuerdo y un anhelo, "ruinas internas" que se desploman cuando intento recordar con nitidez mi niñez, ese momento que se supone será el fantasma de toda la vida. La última vez que vi a mi abuela, eje de mi infancia, estaba ya dentro de su ataúd. No la reconocí pero ahora sé que fue su última fotografía, ese rostro ya sin vida, sin aire, sin recuerdos... los recuerdos era lo que ella tanto atesoraba. Con ella se fue un mundo irrecuperable. 
Más que sus fotografías, agradezco haberme quedado con sus cuadernos que tienen pensamientos, recuerdos, fragmentados en tono de canción elegíaca, pero también tienen anhelos disfrazados de rezos. Esos anhelos que nunca comunicó y que, sin embargo, todos buscaban desesperadamente cumplir, todos creamos una ilusión que, gracias a Dios, se rompió cuando ella murió. Mis ruinas internas comenzaron a desmoronarse entonces, quizás las de todos. 



Mi hermano tomó esa fotografía de mi abuela, que revela cierta indefensión ante el tiempo. Mi primo, quizás el único que me queda, decidió hacer tazas para su primer aniversario luctuosos. Tras tres años de muerte, que parecen muchos más, porque en su recuerdo ya ha calado el tiempo, la fotografía de la taza ya comienza a envejecer, a recuperar su forma de negativo. Estaba tomando café en esa taza cuando la mariposa se posó sobre ella, arruinando mi café, por supuesto. Entonces pensé en las fotografías, en las casas, en las novelas, en la imperiosa necesidad que tenemos por recordar y de olvidar, de liberarnos de un pasado que tiene de doloroso algo más que el verlo perdido, pero a la vez de atesorarlo como si fuera nuestro único asidero en medio de un mar en calma, más temible que la tempestad. 

Hace años, para un cumpleaños de mi abuela, mi padre le regaló un cuadro de Ocampo. Antes de que ella muriera me dijo que quería que lo recuperara, que era un cuadro que a ella le había gustado mucho. Yo lo hice, lo recuperé, pese a la inicial discordia que se despertó de eso. "Yo con los recuerdos que tengo de ella tengo", se dijo entonces y se repitió varias veces, como un eco que anunciaba la irremediable distancia y la separación. Entonces pensé en la importancia de lo material y el dolor que implica no poder asir lo que imaginamos que recordamos. Pensé  en la importancia de que una persona que muere haya dicho antes "quiero que tengas esto", porque es una forma de reconocimiento, de que te pensó en el futuro sin ella, un deseo de ser recordada específicamente por quien recibe el objeto, quizás por la posibilidad de decir "este cuadro me lo regaló..." y contar una historia. En este caso, la historia concadenada con la de mi padre... Curiosamente la última vez que la vi me dijo en medio de un delirio: "hace mucho que no veo a tu papá, la última vez que lo vi fue en el funeral de tu tío, pero después él murió. ¡Tú estabas tan callada!". Algo me estremeció hasta las lágrimas tras escuchar ese pequeño relato, después empezó a confundir sus recuerdos con los míos, con lo que yo le contaba, como si quisiera que en la memoria o en la ficción, en los sueños y en el delirio, estuviéramos juntas. Una falsa fotografía sin negativo. Quizás todos los recuerdos son así. 

Mi abuela me pidió que preservara un cuadro más para mí hermano. Allí está el cuadro, esperando, a tener más historias enlazadas. 

jueves, 13 de abril de 2023

Conozco la voz

 Ese sueño pandémico se presentó nuevamente. En 2020 por supuesto que reconocí la voz. Es imposible no hacerlo. Esa voz que me acompaña en todos mis pensamientos. Esa voz con la que dialogo internamente. Tiene un nombre y un rostro que no quiero ver. En mi sueño tampoco quería verlo porque nos tenía abrazadas a las dos y yo no quería que eso se confundiera con algo más... 

Hay una insistencia por ver en ese gesto de protección algo más. Pero la lluvia de alacranes, que me angustió al principio, se siente amenazante, sí, pero no nos toca si nos mantenemos en nuestro refugio. 

Desterrada nuevamente he vuelto a decir que soy de Guadalajara. Mi tierra parece haber sido siempre la Ciudad de México, de la que estoy escapando desde mi más tierna infancia. Mis primeros recuerdos y sueños son el metro. Mi hogar para "regresar" sería la gran Ciudad. Cuando la voz decía que no tengo a dónde regresar en parte tiene razón, ¿cómo podría regresar a esas ciudades que tanto me quisieron? No pertenezco a ninguna de ellas y volver a Jalisco implicaría un trabajo superior. Cuesta mucha energía decir que se es de un lugar que ya ha dejado de ser. 

En mi mente me refugio en esa voz. Claro que sé de quién es y por eso ahora, ante tanta insistencia, empezaré a buscar su rostro. 

domingo, 5 de febrero de 2023

Un sueño pandémico

 Acaba de iniciar la pandemia. Apenas unos días antes de iniciar el pánico habíamos estado en Xalapa fantaseando con lo "divertido" que sería tener un trabajo allá (acá). Quizás podría hacer un posdoc en la UV, pensé. Con la pandemia todo era confuso y sin tener plena conciencia de nada, terminados encerrados en el pueblo de mi infancia. Un pueblo que ya no era mío, en el que ya no estaba mi abuela. Nadie sabía exactamente qué tenía que hacer o dejar de hacer. En medio de toda la incertidumbre decidimos asumir el exilio sanitario como algo ineludible. No volveríamos a la ciudad hasta que todo eso acabara... Nos quedaríamos en el pueblo. Todo parecía mejor en medio del bosque. 

Decidimos vivir mientras tanto en la casa de "La Loma", que había estado deshabitada por lo menos diez años (desde que comenzó la época del terror por el narco). Algo de estar de nuevo en ese pueblo me incomodaba, pero a la vez me daba tranquilidad saber que tenía mucho espacio boscoso para aislarme sin peligro de contagiarme del virus. La pandemia nos llevó a encontrarnos con las alimañas. Todas las noches caía algún alacrán del techo. Detrás de cualquier mueble había alguna alimaña venenosa. Hacía 20 años que no regresaba a vivir a ese lugar y había olvidado todos los riesgos. "Te has hecho muy citadina", me reprochaban con frecuencia cada que escandalosamente mataba alguna alimaña nueva. Mi mayor temor, naturalmente, era mi hija de, entonces, un año. 

Una noche muy lluviosa escuché claramente cómo caía algo del techo. Alacranes, pero el sueño me venció. Soné que llegaba sola cargando a mi hija a una zona muy boscosa de Xalapa. Una voz, cuyo rostro nunca vi, me había prestado su casa "mientras nos acomodábamos". La casa era ruinosa y del techo caían copiosamente alacranes. Mi angustia era inmensa al sentir que caían sobre mí y sobre mi hija. Preguntaba "¿y por qué tendría que quedarme aquí? Quiero volver ya mismo a la mi casa". La voz me decía "porque te ganaste una plaza y porque no tienes a dónde volver". 

Desperté de inmediato buscando en la cama los muchos alacranes que en mi sueño habían caído sobre nosotras. No había nada, pero sí había muchas alimañas por el suelo que, inmediata y ruidosamente, me dediqué a matar y perseguir. Comenté mi sueño más tarde con una amiga: "¡Qué se te haga buena!" "¿Qué? ¿Los alacranes? Esos ya se me hicieron buenos", "La plaza. Que te ganes la plaza". 

Jamás, pero jamás, me hubiera imaginado que ese sueño iba a tener algo de premonitorio. Espero no encontrar alacranes en mi casa, aunque sé que hay toda la clase de alimañas que me pueda imaginar en este Bosque de Niebla. Cada que tuve el impulso de quedarme escuchaba esa voz que no es sino mi propia voz: "me gané una plaza". Todo inicio es difícil y angustiante. Me hubiera gustado que fuera diferente. Me habría gustado tener más tiempo. Hubiera querido despedirme a su tiempo de la Biblioteca. Pero ya estoy aquí con mi hija en una casa que aunque no es ruinosa, será nuestro refugio "mientras nos acomodamos".

Espero que pronto "nos acomodemos" y todo encuentre su nuevo orden. La sensación de dejar el Altiplano fue parecido a un desgarro. Una serie de fracturas que me quitaron miles de pedazos. Y así estamos acá, sin nuestras cosas, sin algo nuestro. Tras cruzar la neblina sólo me queda una extraña nostalgia por el gran valle, pero ninguna necesidad por volver. Ya renuncié a todo allá y lo aposté todo a un sueño. Y, como en medio de la niebla y de un sueño, no logro ver nada más allá de lo inmediato. Así fue llegar a vivir a Xalapa. Una ciudad que extraña y misteriosamente siempre me atrajo, pero nunca la pensé como algo real. Quizás sigue siendo este un sueño.


miércoles, 10 de agosto de 2022

Algunos apuntes sobre Tálamo

 [Este texto se publicará en las memorias del Coloquio Internacional de poesía de Mujeres, organizado por le Senado de la República]

La obra y figura de Minerva Margarita Villarreal en muchos aspectos resulta indisoluble. Minerva volcó su esencia, su inteligencia, sus angustias y su propia noción de existencia en su obra. Toda su obra. Sus poemas son registro e imagen tangible y transparente de ella misma. Al igual que su propia creación, su labor intelectual fue siempre visionaria y generosa. Todo su trabajo podría entenderse como reflejo fidedigno de su arrojo, inteligencia y vitalidad. La poesía fue el medio de interpretación la Vida. La obra poética de Minerva es una crítica a la “realidad” –así, entre comillas–; su canto se eleva en defensa del espíritu y de la experiencia misma, lo que recuerda la poesía mística, la vinculación con lo divino, más allá de una idea concreta de Dios o de Más allá. 

Parte de su labor como fiel amante de la poesía fue nunca limitarse a sí misma. En su personalidad siempre generosa, desarrolló vastos proyectos culturales de fomento a la lectura, investigación, recuperación histórica y empresas editoriales de difusión poética que no alcanzan parangón con otras propuestas librescas –impulsadas por mujeres– en nuestros tiempos. Su labor intelectual siempre fue convergente y diferente. Como poeta implementó diversos registros, lo que vuelve su basta obra una suerte de biografía poética. El corpus que conforma su obra es evidencia, forma y testimonio de su búsqueda vital, de su configuración misma como mujer, de sus reflexiones sobre lo femenino, la maternidad, la muerte, la enfermedad y el amor. Como académica colaboró en distintos proyecto. Estuvo al frente de la Capilla Alfonsina, trabajando arduamente por la conservación, restauración y democratización del acervo allí resguardado. Quizás uno de los proyectos más brillantes que realizó como directora y editora fue El Oro de los Tigres. Se trata de un extenso y complejo homenaje a Alfonso Reyes. La selección de poesía traducida en esta colección se vuelve una suerte de torrente artístico vertiginoso y fascinante.

Era también una lectora implacable. Pese a su asidua inclinación por leer, reivindicar y apoyar a poetas jóvenes, siempre mantuvo una interesante inclinación por la poesía mística. Su poesía es mística. Se ha dicho mucho sobre cómo Minerva no “nombra” el mundo, sino que teje un puente entre lo terrenal y lo divino, pero pocas veces se ha señalado que para ella todo acto poético, o la poesía misma, es en sí un acto místico. Estos elementos no sólo los encontramos Las maneras del agua (2016), sino que se trata de un elemento recurrente en toda su obra. De hecho, en un estudio pormenorizado se podría demostrar que toda su obra funciona a manera de espiral constantemente autorreferenciado en una constante mística. Las imágenes se repiten a lo largo de sus libros, pero no como copia y no como repetición, sino como recuerdo, lugar poético, impulso y fuerza. 

El misticismo de Minerva recuerda a Santa Teresa de Jesús y a san Juan de la Cruz: una poesía centrada en lo llano, que retoma los gestos exiguos, los eventos cotidianos y, aparentemente insignificantes. En esos resquicios de “silencio” en los que nada pasa ella encuentra a Dios: en la sencillez, brevedad y potencia de la poesía. El recurso de Minerva es la recuperación del oxímoron que refiere al instante atemporal. El momento entre la creación y la ideación: el acto poético. Su obra refieren al instante mismo de la aparición en la que se confunden el pasado y el futuro, aquel en el que el tiempo se distiende y se contrae. Así entiende ella la poesía. Esa búsqueda de la posibilidad, el espacio entre la luz y la sombra, el “delgado contacto entre la noche y el día”, lo que es y no es, es la experiencia mística:  “resulta que lo que no es y nunca será/ es lo único que es nuestro”, dice Minerva. 

Ese instante guarda el movimiento perpetuo y envuelve la voz lírica en una suerte de visión total del universo, como si se averiguara el nombre de Dios. Un nombre que sólo es revelado en el lugar mismo de la poesía. La forma como Minerva se entregó a la poesía no deja de ser significativa: se trató de una revelación divina. Señala que durante su estancia de estudios en Israel, en Haifa, en medio del estrés político, entre alarmas antimisiles y la sensación de la guerra, presenció un bombazo que generó un instante contundente de silencio entre la detonación y el estallido, “como si el mundo fuera de golpe a desaparecer”. Un día, mientras tomaba sus clases de sociología en la calle Shoshanat Ha’Karmel, vio un gran jardín y un gran árbol, en el Monte Carmelo, que se impone frente a toda Haifa. Cito: 

vi a través de la ventana que estaba a mi izquierda un gran árbol, era un árbol inmenso y sentí que me hablaba. El tiempo se detuvo. Oí que una voz me manaba hacia la poesía. Fue algo muy fuerte […], que un ángel me llamo desde ese árbol y que el tiempo se paralizó y yo entré a obedecer el dictado. No he hecho otra cosa desde entonces. Es mi gran entrega. 


El gran árbol es un tópico de la poesía mística. Un lugar recurrente del “paraíso” o jardín de Dios. El canto, que se traduce como poesía del la voz latina Carmen, o energía hecha palabra, también recuerda el Karmel, voz hebraica que significa jardín. Para el profeta Elías era la representación del Monte Carmelo, que en las lenguas semíticas, dice Juan Carlos Abril, no es sino “la viña de Dios”. El Karmel-jardín o carmen (la poesía) es ese lugar de comunicación con Dios. El espacio donde se recibe su Misterio. En algunas regiones de España a los jardines se les denomina cármenes y, extrapolando esta curiosidad lingüística, es posible apreciar la relación del jardín, la poesía, no solo como un lugar de recreo, sino, como diría San Agustín, “el lugar in excelsis deo, teatro de la apoteosis, manifestación del nacimiento, de la asunción o anunciación, y el éxtasis” (sp.): Es un lugar en el que el tiempo se paraliza: “Minutos antes había llegado Gabriel/ y esa luz lo habría fulminado/ antes de que partiera la muchacha/ entre el miedo y la luz/ a dar/ temerosa/ el aviso de la nueva”. 

El jardín es ese lugar místico de la revelación de Dios, el espacio en el que se intuye su presencia y su magnanimidad,  que se transforma en amor. La voz lírica es el locus donde todo ocurre, donde se revela la poesía y toma forma de una casa, habitación o conciencia: “Esta casa soy yo”:

Una puerta hacia otra

conduce a un jardín

de ahí brota el calor

del amor que te tengo


el pan de mañana


[…]


La piedra

bajo la lluvia

La piedra

que ve a Dios


La poesía de Minerva reproduce, recupera y recuerda ese instante de revelación, su obra es precisamente un lugar, un momento en el que todo se confunde, aquél de absoluta visión del universo en el que todo pasa como el viento, anhelos, sueños, recuerdos ajenos y a la vez propios. Todo cobra sentido y lo pierde. Son instantes en que la vida tomaba su forma se entretejen y se diluyen con la misma velocidad de un ritmo sostenido, fugaz, implacable: 


Ahora que me he desposado

mi realidad es doble

Ahora que me entrego

mi realidad se multiplica


  El ritmo de su poesía. Toda su producción tiene un fuerte rasgo confesional, que le permite darle sentido a su tiempo. En tanto acto poético, ella, su voz, perdura atemporal en su obra. Por medio de la palabra ella se une y une su vida, y la vida de los suyos, al acto de habla más poderoso: el instante mismo en que una divinidad nombra la luz y la luz fue. En su poesía es posible ver la transformación del logos hecho carne, el instante mismo de la creación:

Mi herencia vive

porque el Dios que me escucha

es la palabra


Es así como la poesía, el acto poético, el verbo hecho carne, crea la realidad: “y todo lo que escribo/ es real”. En Tálamo se reproduce instante previo la concreción y posterior a la idea: el momento de la concepción: la iluminación, tan fugaz pero tan eterno. Todo se transforma en el centro de la experiencia de vida en la que se confunden muchos momentos más: el pasado y el presente, los sueños y lo irreal, la vida con la muerte. Lo real no existe sino en la palabra. Todo lo que está fuera pierde sus límites y se transforma. Es el Tálamo el umbral en el que todo adquiere su forma divina, atemporal y profética: 

Como si un papalote se alzara por el aire

el velo desprendido los niños

[…]

niños que el viento aleja

y yo intento unir

[…]

El tálamo 

humedecido

bajo las sábanas

la certeza en el viente


“La certeza en el vientre” es el punto de inflexión del poemario Tálamo. El lugar del amor, de la gestación, del nacimiento, de la orfandad, la enfermedad y la muerte. Un cáncer de ovario le arrebataría la vida a la poeta en 2019. Un cáncer diseminado por todo su cuerpo que se presentó, primero, como un martirio místico que le permitiría la revelación divina transfigurada en poesía:

Me dio cáncer tuve cáncer y estuve tocada por la muerte

Cáncer en el ovario derecho

Cáncer

Pero el sol

también vino a tocarme


El Tálamo es la habitación de la conciencia, en el que la experiencia, la revelación, el amor y el misterio adquieren su existencia: el lugar en el que todo se confunde. El tálamo que ordena todo el ser biológico y todo el ser inmaterial. Es una forma de vientre de “todos los colores” y del “miedo y la fuerza”:

y el mundo 

baja por mi vientre

toca lo más húmedo

y tu silencio

y tu voz

forman un hemisferio


La voz lírica adquiere fuerza en la voz de otro, que recuperan su confusa y acaso delirante experiencia mística para darle forma terrenal y hacer este mundo habitable, dotarlo de sentido y anclar su existencia al amor, divino y terrenal, porque sólo en la conjunción de voces es que el verbo se hace carne:

No hay calle ni balcones ni peces

sólo el cuerpo del amor dice:

detrás de mi no hay nada

y el mundo solamente me eres

en esa estancia sucedida

en el lecho

[…]

Me he casado contigo

y todo lo que escribo

es real


Su poesía tiene un fuerte rasgo confesional. El rasgo místico se revela como una constante en todos sus poemas, y en Tálamo adquiere forma de homenaje al amor y a lo real, a lo tangible y sensible. Lo común de sus poemas es la elevación de lo mundano, tras despojarla de sus límites corpóreos, para llevar ese momento fugaz a la Gracia. En este libro establece una comunicación indisoluble entre lo divino y lo terrenal. La obra de Minerva concede el misterio  a una idea femenina de Dios que se refuerza en la unión del otro. 

Un Dios que es ella, que es diosa y que en su centro y en su palabra el mundo ES. La luz, el agua, el amor y el dolor mismo tienen forma al ser nombrados. La palabra se transmuta en forma y esa forma atraviesa la luz para reencontrarse con la palabra y diluirse nuevamente en una totalidad dinámica, como el universo mismo; pero se disuelve, tiene sentido, adquiere realidad, por medio del amor. 

Estos poemas revelan cierta espiritualidad en espiral. La voz poética eleva el entendimiento hasta Dios pero encuentra la vía de contemplación por medio del cuerpo. El cuerpo es el centro de la poesía de Minerva Margarita: el cuerpo que goza, que sufre, que se enferma y da vida y que muere. Su centro va del tálamo al vientre: “Estoy tocada por Dios/la violencia de su cuerpo/ por mi sangre fluye”. El misticismo de Minerva es la posibilidad de regresar al cuerpo no como atadura ni cárcel, sino como lo único real, que toma forma por medio de la experiencia hasta el instante de la muerte. Un cuerpo cuya voz no tiene fin. Porque su voz:


Nadie me la puede robar

Mi herencia vive

porque el Dios que me escucha

es la palabra

Nadie me la puede quitar


Tálamo, homenaje al amor, resulta mucho más complejo que lo que podría abarcar en estas escuetas líneas. Sin embargo, en estos versos se revela un misterio –el Misterio– de un instante en el que Dios, el amor, y la configuración misma de la voz poética como Creadora, nombran el mundo de una forma atemporal e inaprensible. Las imágenes que Minerva Margarita Villarreal vierte en este libro se escapan como un río en, pero perduran como una sensación corporal, como el agua en la piel. Su voz poética tuvo tono de profeta, y cual profecía, sus poemas adquirieron una dimensión atemporal, incorpórea, pero a la vez tan material como ella misma.


miércoles, 8 de junio de 2022

6 de junio

 Cada 6 de junio había una suerte de algarabía que, estoy segura, nadie en la familia entendía a cabalidad. Conforme la edad de mi abuela era más enfática, mayor era el festejo. Era una suerte de celebración atravesada por una ansiedad que dejaba asomar resquicios de la tormenta que habría de desatarse una vez que se "apagara la vela". Nos quedamos sin vínculo. Es normal, dice la Tanatología. Lo que no es normal es intentar mantener una unión disfuncional a toda costa. Recuerdo un cumpleaños vacío. Mi abuela no había recibido si quiera la tan esperada llamada de Estados Unidos. Sólo estábamos ella, mi hermano, mi mamá, yo y mis primos vecinos. Después llegaron mi tía, que aún vivía en Guadalajara, y mi primo. Nadie más se aparecía. Estábamos esperando que algo pasara y había en la cara de Ella una cierta angustia. Pero el teléfono no timbraba. Otra tía estaba en Ciudad Guzmán y después iría. Más tarde. Otro día. Esa imagen desesperanzada se clavó en mi memoria para aparecer ensimismada en una absoluta confianza años después, cuando todos nos desvivíamos por hacer celebraciones llenas de vitalidad que desbordaban a la mayoría. 


Así eran las fiestas para salir a la playa. Así fue la fiesta de su boda. Una boda que duró una semana. "¿Así eran las bodas antes?". "No, así fue la mía". Sin embargo, el día que con mayor alegría recordaba era su llegada al mar. 

"Salimos todos muy temprano. Tuvimos que levantarnos muy temprano para armar las petacas, pera llenarlas de comida. Era ya casi mi cumpleaños. Echamos todo en burros y caballos que nos bajaron hasta San Gabriel. Había unos peñascos enormes. Decían eran unas mujeres chismosas a las que llevaron al borde del cerro. Una vez abajo tomamos un tren de mulas que nos llevó, tras mucho camino, mucha tierra, mucho sol, hasta una playa".

"El día de mi cumpleaños llegamos muy temprano. Vi el mar. Era tan grande y hacía tanto ruido. No recuerdo cómo se llama ese lugar, pero el ruido era tanto que empecé a sentir como si fuera mi corazón el que golpeaba contra las piedras. Quise acercarme, pero mi papá no me dejó. Fue la primera vez que vi el mar. Era un mar café. La primera vez que vi las olas pensé que había alguien adentro que las hacía. Tenía 9 añitos y apenas conocía el mar. Me acerqué me dio mucho frío en los pies y me dio tanto miedo que la arena me jalara hacia adentro".


-¿Nunca pensó en la inmensidad del mar?


"No. Ni de Dios me acordé. Me dio tanto miedo que el mar me fuera a comer, como gritaba mi mamá. Los muchachos se metieron a nadar".


-¿En qué pensó cuando vio el mar?


"No pensé nada. No podía pensar en nada. El miedo que sentí fue parecido a cuando los aviones volaban encima de nosotros o cuando quemaron nuestra casa. Desde el cerro las llamas se veían tan altas que sentí miedo. Casi el mismo miedo que sentí frente al mar. Después, en Mazatlán, ya no me dio miedo. Pero esa vez sentí algo muy parecido a cuando vi la bóveda de la Capilla Sixtina. ¿Tú conoces la Capilla Sixtina?".


-Sí.


-"Es esa inmensidad que apachurra aquí dentro. Esa vez también sentí tanto miedo. Pero es un miedo que a la vez te impide quitar los ojos. Yo no podía dejar de ver el paso de los aviones. Tampoco podía quitar los ojos de esas llamas que se comían todo lo que mi papá tenía. Los árboles se perdieron fuego... los borreguitos. ¡Esos balidos! La fuerza de ese mar. Ese cielo en la Capilla. Eso hace que me tiemble la garganta. Es bello y pavoroso. La Capilla también me dio miedo pero se me quedó aquí dentro, en los ojos, como el incendio, como el mar".


-¿Y los borreguitos?


-"Pobrecitos. Por eso aquí tengo a Jermis. Cada que lo veo me acuerdo de ellos. Pobrecitos". 


Esa cara de angustia apareció nuevamente. Como si esperara que ocurriera algo o como si algo se hubiera perdido. 


Ahora cada 6 de junio es una fecha más en la que cada cual ahoga sus cargos.  
 




martes, 8 de febrero de 2022

Apuntes personales sobre Coco y Encanto

Siempre me he resistido a ver las películas de moda. Me negué hasta lo imposible a ver Coco de Disney. También me negué a descargar una plataforma digital más para ver películas que "poco tienen que ver conmigo". He de admitir que debo encontrar nuevas formas de justificar mis gustos culposos. Ahora puedo poner de pretexto que mi hija quiere ver las películas, pero ella las odia, se aburre y llora cuando las reproduzco. Finalmente termino desencantada, generalmente. El mismo discurso misógino y machista de siempre: la eterna "lucha" entre las mujeres por la validación de los hombres,  sujetas a los juicios de otros sobre ellas y siempre dependiendo de un destino feliz que se cumple gracias a un otro, generalmente príncipe. Últimamente se ha cambiado la narrativa con algunas producciones en las que ya no hay princesas, o si las hay, como en Brave, se desenvuelve en una realidad "exótica". 

Fuera de las princesas, Coco es una película que vuelve exóticos a los mexicanos. Normaliza un imaginario de la violencia sistemática contra la infancia como algo "aceptable" en estos países que no superan la superstición, la magia y la tradición. Lo mágico y lo tradicional debería ser algo de qué enorgullecerse, pero esa carga imaginativa termina por volverse un peso en la representación de los mexicanos mismos: somos supersticiosos, amantes de la música, seguimos ídolos (al modelo Televisa), aceptamos y vivimos la violencia de mujeres que han tenido que actuar con rudeza por la sin razón; pero en la magia del Día de muertos (fiesta institucional más que "culturalmente" auténtica) debemos sentir regocijo. Muy astutamente Disney ha creado un imaginario sociológico del mexicano que ha hecho sentirse orgulloso a los mexicanos mismos. Hay que admitirlo, la producción es buena, el guion es afortunado y la música es excelsa. Pero detrás de todo esto se vuelve evidente un interés de perpetuar un imaginario de atraso, anclado en el tiempo, de un México rural que parecería presentarse como lo "profundo", lo "auténtico": nuestra mera identidad. 

Es significativo que la historia esté basada en el rencor que tiene que superar una mujer, con una hija, abandonada por un hombre soñador. Se interpreta que el acto de injusticia es contra el pobre sujeto soñador y no contra ella, que tiene un legítimo enojo. No se niega que hubo amor, pero en un principio, a Héctor Rivera le ganó el compadrazgo, el anhelo por la gloria y la fama, el egoísmo masculino: impulsos que lo llevaron a la muerte en manos de su igual. La mujer enojada y confundida encuentra en la música la causa de su abandono. La hija, Coco, tiene que vivir con ese enorme peso de haber sido abandonada por su padre y ver sufrir incansablemente a su madre. Ese dolor lo hereda generación tras generación, hasta que llega un niño –qué significativo es que sea un niño– dispuesto a abandonar a la familia y a transgredir las reglas pese a la suprema violencia de su abuela y "la chancla". La línea genealógica de los Rivera indica que se trata de mujeres abandonadas por los hombres. Desde Coco hasta Miguel (tres generaciones), todos llevan el apellido Rivera, el de aquel que abandonó a la familia. Lo que nos demuestra la ausencia permanente de la figura paterna, salvo en el caso del protagonista principal. Miguel, por medio de la ansiedad de Imelda y de Coco, transmitido a toda la familia en forma de odio, restablece un "malentendido inicial" en el mundo de los vivos y de los muertos, para hacerle justicia a un hombre que abandonó a su familia. Aunque es cierto que se arrepiente al ver que la gloria aún estaba lejos, no hay que olvidar que, así como los braseros y mojados, decidió dejar a su familia "por un futuro mejor" y, ya sea víctimas de las circunstancias o de sí mismos, nunca regresó. 

Tras esta "aclaración" todas las mujeres, sin cuestionarse más, deben aceptar las razones y perdonar por el bien de la familia y no para sanarse a sí mismas por medio de la música, salvo en el caso de Coco. El momento más conmovedor de la película es aquel en el que ella puede recordar quién es gracias a una canción que restablece el vínculo afectivo entre padre e hija, aunque solo en la memoria, y así puede morir en paz. Gracias a ese acto heroico, que alude, aunque desde la banalidad, a la catabásis de Ulises y Eneas, incluso a la de Dante (ante lo que sí hay un guiño con el perro alebrije), es que Miguel Rivera puede salir de los recovecos de una casa que apenas imaginamos. Recovecos en los que debía esconderse del dolor transfigurado en odio de la Santa Madre.

Distinto es el caso de Encanto. Cuando apareció la publicidad de la película me imaginé un proceso de creación de estereotipos parecido al de Coco: puro realismo mágico y mariposas amarillas, una casa como la de los Buendía y poblaciones encerradas en espacios selváticos y montañosos. Lo cierto es que la producción es muy cercana a lo que me había imaginado, con una salvedad importante: esta película sí propone una sanación de la compleja configuración de la familia en América Latina, que ha dado un mandato a las mujeres de ser "fuertes" y "perfectas", mientras que los hombres se vuelven elementos casi accesorios: todos profundamente lastimados se vuelven víctimas o victimarios. Además, es obvio que detrás del guión de Encanto hay una literata feminista. 

El Encanto es una alegoría perfecta de la coraza que debieron "tejer" las mujeres solas –que se apropia de todo un espacio, de un pueblo, y se transforma en una casa.  Ya sea porque fueron abandonadas o porque perdieron en la Violencia a su pareja, las mujeres del Encanto deben cargar a cuestas con su dolor para garantizar la subsistencia de la familia, hasta construir tiranías que oprimen a toda la red familiar para mantener vivo el "milagro" de haber sobrevivido. Todo el universo del Encanto funciona de tal manera que todos debe tener papeles específicos derivados de un talento, producto del "milagro original": el deseo de que nunca vuelva a aparecer la desolación. Las mujeres están obligadas a mantener el orden, mientras que los hombres, entre accesorios e inútiles elementos irrisorios, pueden perderse en los recovecos de la casa. 

El rasgo feminista en la obra está en las constantes muestras de sororidad del único personaje que no tiene ningún talento –y por lo tanto, ningún mandato. Ella puede ser libre porque no tiene que ser perfecta ni fuerte, porque no está obligada a nada dentro de la familia, por lo que se le ve como enemigo de todos, el elemento que daña y que desestructura el orden (la casa y las montañas). Por medio de la disputa y la confrontación Mirabel puede comprender a las mujeres de su familia. Tras comprender a la abuela le es posible comprender el dolor de los hombres perdidos (Bruno); es capaz de dar esperanza a la que está obligada a escuchar, pero nunca es escuchada (Dolores), de sanar a la sanadora, de validar los sentimientos tormentosos. Es por eso que ella puede salvar el Encanto, porque es un agente de cambio. 

Así son las familias latinoamericanas, sobre todo las rurales, en cuya historia hay un pasado de dolor, de pérdidas inmensas y de persecución. Tal es la historia de mi familia, con hombres perdidos en sus casas, mujeres que están obligadas a sanar a ayudar a cocinar a comprender a acompañar a soportar todo el peso de la familia entera. Donde hay hombres que creen que, desde su propia tragedia vital, pueden imponer y validar. Y hay mujeres que esperan esa validación. Y elementos de cambio que son oprimidos con fuerza, destruidos y aplastados. Hasta que hay una mujer que sabe sanar y la misma abuela puede ver en ella el "milagro" para transformar la lógica familiar. Pero a diferencia de las películas de Disney –al final de cuentas son narraciones feéricas–, la vida real no se resuelve así. Las abuelas pocas veces regresan al lugar donde se origina su dolor y admiten el daño que, sin saberlo y sin quererlo, han hecho. Los hermanos perdidos mueren desmembrados en un recoveco de la casa. La que nunca fue escuchada grita desesperada y es juzgada de loca. Los sentimientos se vuelven tormentas y huracanes sin que haya una validación ni un reconocimiento. La fuerza se agota en sí misma y la belleza termina anulada en matrimonios obligados. 

El milagro se da en la huída y en la destrucción total de la estructura, pues mientras haya un cimiento en pie de esa "casa" ningún miembro de la familia será capaz de cuestionar sus envidias, recelos, miedos, dolores y anhelos. El milagro que se nos ha dado a muchos es poder huir de la violencia y ser capaces de reconocer que ese "milagro" se nos concedió gracias a una abuela que tuvo que sufrir lo que, esperemos en un Dios y en el Universo, nunca sufriremos, pero ese dolor de eterna pérdida se perpetua a su manera en cada uno de los integrantes de esa casa que se arrastra como una maldición a dónde sea que vayan. 

Encanto, a diferencia de muchas otras películas, da la oportunidad de identificar qué función cumple cada uno de los integrantes de la familia en ese "milagro original". No es cuestión de "romper e irse" como lo intentaron algunos, sino de romper y reconstruir. ¡Menuda tarea! Es más fácil huir que volver al lugar de la pérdida. Es más fácil mover montañas que mover voluntades. Es más fácil decir adiós a una casa que reconstruirla, porque al reconstruir había que admitir que nos equivocamos, que mucho de lo que ha sucedido fue nuestra culpa o producto de nuestras malas decisiones y jamás –o muy pocas veces– será culpa de alguien más. 

En la práctica los integrantes de las familias latinoamericanas jamás admitirán que les cuesta llevar ese papel asignado, o que en un afán de reconocimiento han asumido, y que terminará destruyéndolos y destruyendo lo que hay a su alrededor. Aquella niña que nunca fue validada será la perpetua chismosa que todo lo oye y de todo intriga, porque es incapaz de ver que sus prácticas de vida son dañinas para todos. El resto de la familia –en un acto inconsciente– concederá todos sus caprichos por el bien de la familia. Los hombres berrinchudos, altaneros y machos serán incapaces de reconocer que en lo profundo están muy lastimados y, por lo tanto, jamás aceptarán un no por respuesta. Las mujeres a las que se les exigió la perfección, jamás perdonarán un error, y bajo ninguna circunstancia, el cambio del orden. Todos se sienten seguros en su "don" hasta que terminen por perderse en el olvido de una selva que no es sino un miedo originado por las circunstancias. Así es el Encanto. Así es Tapalpa. 


martes, 23 de marzo de 2021

Un año

 Aún no sé qué decir y por eso escribiré cavilaciones. Ha pasado ya un año. Un año de su muerte y un año de pandemia. Todos en el fondo de alguna manera esperábamos que todo acabara. Que terminara el duelo. Que terminaran los duelos. Pero los duelos se prolongan y multiplican. ¿Acaso no es una condición de nuestra noción de temporalidad el deseo de volver? Este año hay una certeza: nada vuelve. No volveremos a verla y ese duelo es infinito. Este año la muerte nos asecha con más violencia. Amigos, enemigos, ajenos, cercanos… todos son asediados por la muerte. 

Hoy, otro aniversario importante: el cumpleaños de mi tía Concha. Hoy, después de leer nuevamente pasajes de la Divina Comedia, me fue inevitable recordar sus rostros muertos. El rostro de mi tía estaba lleno de alegría. Una extraña alegría en la muerte. Y cómo no morir feliz si la alucinación final es saberse corriendo por un campo impregnado por el olor de los azares. Días después de su muerte la soñé. El sueño era tan real. Yo caminaba por algún metro de Berlín con la misma chamarra que traigo ahora mismo puesta. Era quizás U-Yorkstrasse. La encontraba en medio del camino. Ella extendía sus manos para abrazarme, en un franco gesto de alegría. Yo corría a abrazarla y le pedía perdón por no haber regresado antes, por no haberme despedido. “Debes aprender a perdonarte”.

Aquel sueño culminaba en la mirada de mi abuela perdida en la mirada lejana de mi tía. El rostro mortuorio de mi abuela es diferente. Algo de estremecedor tenía: no era ella. Toda su alegría y vitalidad se habían perdido. Su rostro se me confunde en la memoria, y en la primera visión, con la máscara mortuoria de Dante. El ceño fruncido, la boca entristecida, la piel alisada, obligada a descansar. Su muerte la obligaba a descansar. Así era su rostro. El descanso no parecía placentero, sino obligatorio. Su muerte de alguna manera lo era.

¿Por qué Dante tenía ese gesto? ¿Por qué ella reprodujo exactamente el mismo gesto de tristeza ante su muerte? Tuvo la muerte de los justos. Murió mientras dormía, según dicen. ¿Acaso la tristeza de una vida intensa la alcanzaron en sus últimos momentos? Lo cierto es que por esa palimpsesto mortuorio veo a Dante en ella y a ella en Florencia. Florencia, la ciudad que ninguna de las dos conocemos y que ambas anhelamos conocer. Se cree que Dante tenía esa expresión al morir por la añoranza de su ciudad. O por Beatriz. ¿Qué congoja se impregnó en el rostro de mi Nina? 


Algo de poético, como un regalo del destino, hay en nuestra ficción demencial. Ahora, menos que nunca, puedo apartar su recuerdo de mi experiencia. Su muerte no duele hasta que “caigo en la cuenta” de que ya no está. Pero sí está. Hay en mí una extraña certeza de que aún está, acompañándonos en cada instante, en cada gesto, en cada disgusto y en cada rencor. Hay en mí un anhelo certero de reencontrarla. La encuentro cada que leo a Dante, a Virgilio o, incluso, a Homero u Ovidio. Acaso una traición de la memoria que me obliga a pensarla en esas contemplaciones de “la azul inmensidad” del mundo helenizado. Cada que evoco el Mediterráneo allí está ella. ¿Por qué? ¿Por qué si nunca hubo una afinidad literaria entre ella y yo? Sin embargo, ella me enseñó a leer en un acto inconsciente de liberación. El límite para ella fue la lectura, por no saber leer no pudo elegir su destino. Ella de alguna manera imaginó mi límite en el cielo. La lectura como acto me remontan a ese sueño que fue mi niñez y me lleva a un sueño todavía más fascinante: toda la tradición literaria de Occidente, al origen de nosotras mismas, al lugar del nacimiento de todo lo que somos capaces de pensar. 


Nuestras vidas son muy diferentes. Yo pude pelearme contra el mundo. Desacatar todas las órdenes. Hacer lo que “mi santa voluntad” me dictara. Ella, en cambio, tuvo que encontrar caminos razonados para escapar de la violencia que siempre la acechó. Ella tuvo que someter su rebeldía y aprender a aparentar. Ella no pudo escapar. Y, a pesar de todo, ella encontró cierto reconocimiento en mi lucha constante. Antes de irme a Alemania, sin que yo expresara mi ansiedad ante el inminente cambio, me dijo: “el miedo no se muestra. No lo muestres porque el mundo te come”. Cuando le conté de mi “aventura” en Argentina me aconsejó “siempre volarme” a donde me sintiera libre. 


Siempre pensé en sus palabras como algo “pintoresco”, sin embargo, con el paso del tiempo cada día me convenzo más de que ella trataba de motivar mi libertad. Sacarme de las ataduras del destino. “Si un día no tienes nada, aquí tienes ese terrenito que te dejo”. El trato ante los ojos de los demás fue “económico”, pero ella y yo sabíamos que su regalo era un acto de compasión hacia mí. No sólo me quiso pese a ser “la oveja negra”, la niña rebelde e “inútil”, sino que indicó una dirección para que mi vida fuera mejor que la de ella. Me dio lo que a ella no le dieron. Ella creyó en mí aunque no entendiera mi rumbo. 


Anoche, mientras leía “Cadmo” y “Eco y Narciso” me fue inevitable recordar nuestra “mini-ficción” estelar. Ella bautizaba las estrellas con nombres de flores. Una se llama Narciso. Y el libro en el que aprendía a leer, escrito por otra mujer que ha tramado mi historia, era precisamente sobre Cadmo y Narciso. 

Si algo definió a mi abuela fueron sus inmensos actos de compasión hacia sus nietos. Sus hijos quizás recuerdan el castigo, como lo hacemos todos los hijos, pero ella supo compadecerse de nosotros y procuró darnos algo de consuelo. Eternamente le agradeceré haberme enseñado a leer y a ironizar, pese a que ese regalo a ella le fue negado. Agradezco su mirada comprensiva frente a mi desenfrenada y desordenada existencia. Agradezco su gesto de orgullo cuando supo que había terminado el doctorado. “¿Quién sabe qué es eso? ¿Eres doctora o no?”, me decía de broma. Sin saber, quizás, qué era y cuánto esfuerzo implica ese grado académico, ella me miraba con orgullo, como si “lo hubiéramos logrado”. Mi libro la aburría. La vi cabecear cuando intentó leerlo, pero hizo el esfuerzo por leerlo porque quería decirme qué le parecía. Cuando supo que me iba nuevamente a Europa me recomendó ir a Roma. “¿Quién se iba a imaginar que yo iba a andar por allá y que una de mis nietas viajaría hasta de donde somos? Porque de allá somos. De allá viene nuestra fe”. 


De allá somos y de allá viene nuestra fe. Ella pudo dar y dio tanto en la vida. Con actos “pintorescos” cambió el rumbo de muchas vidas. ¿Por qué su gesto parece de cansancio o de tristeza? Acaso la conciencia de una vida tan intensa nunca la abandonó. Murió el mismo día que Dante desciende al Infierno para alcanzar el paraíso. Espero que ella esté contemplando la Gracia o “la azul inmensidad”.