miércoles, 17 de diciembre de 2014

¿Y ahora qué sigue?

El discurso de la protesta en México contra un Estado criminal ha insistido en la desaparición del individuo. Como si ser individualista fuera algo malo. Como si ir a protestar y estar todos de “un mismo bando”, con los “compas” fuera lo único. ¿Lo es? ¿No estamos todos del mismo lado? A veces pareciera que no, y la dicotomía se acentúa al tratar de definir –de dividir– la lucha entre izquierdistas (activistas, gente buena, letrada y consciente) y derechistas (reaccionarios, malos, ricos y generalmente estúpidos). Esto no es más que discurso de odio y sin sentido. “Odiemos a los indiferentes”, decía una vez una activista que se proclamaba “feminista”, que en mismo mensaje atacaba a “las mujeres acomodadas o de clase alta, insatisfechas y estúpidas”. A mí eso me suena no más que a un discurso de odio de clases –de clases inventadas, además– que a una verdadera protesta o crítica social. Esta tensión social sólo ha acentuado los odios raciales y de clase, ha demostrado complejos sociales y educativos que no se habían querido tocar. 

Que no hay crítica social en México, y que la cultura está dominada por el Estado. Todo es institucional, hasta la protesta. Ésta debe tener un discurso definido y revolucionario, si no, es de gente “reaccionaria” y “derechista”. Criticar a los americanistas es “intelectual”, igual asegurar que todos los que pueden gustar de un programa de Televisa son reaccionarios, “niños intolerantes”, “prole”, “nacos” y de allí a adjetivos cada vez más agresivos; pero eso es una postura intelectual. En cambio, criticar a Adán Cortés por haber irrumpido en la ceremonia del Nobel de la paz es de “reaccionarios”, “adinerados”, “estúpidos”, “oligarcas” –y de allí a lo que sigue–, cómo si una cosa llevara a la otra. 

La crítica social en estos momentos es imposible so riesgo de linchamiento “cibernético” y real. Decir entonces, que de alguna manera nos merecemos esto es “justificar” la violencia. No, creo que es una forma de pensar nuestra participación política. Qué es lo que hemos permitido para que esto pase. ¿Hemos? “Eso me suena a manada”. Yo no he permitido nada. Mis amigos tampoco. Mis padres trataron de evitarlo. Mis amigos con hijos lucha para “poder decirle a mis hijos que jamás me rendí”. Todos van a la universidad o participan en marchas, hacen crítica literaria e histórica, son feministas y aman a los animales, se mantienen informados y son conscientes de la realidad social, e increpan a otros con el argumento de que el cambio no “está en uno mismo”. Supongo que la violencia implícita entre esta “clase educada” no importa y eso no hay que modificarlo, criticarlo o pensarlo porque como “el cambio no está en uno mismo” no se puede hacer crítica social, y  menos individual. Atacar a otras personas porque no piensan “igual” está bien; decir “ahora hay que comenzar toda discusión política diciendo había una vez un señor llamada Foucault” no es agresivo ni es violencia, es sólo la postura de los patanes intelectuales. Desde aquí, todo es una falacia ad hominem

 Entiendo que esta frase que se ha repetido hasta el hartazgo, “el cambio no está en uno mismo”, es una respuesta a la insistencia de la “clase” trabajadora cuando se ve afectada por una protesta. Ellos proponen que “el cambio está” en estudiar, trabajar y buscar un futuro, mejorarse a uno mismo, no ser corrupto, etc. Claro, ¿un futuro en un país en donde ser mujer, clase media o estudiante es riesgo de muerte? ¿tener un trabajo mediocre, mal pagado, con un salario inferior a todas las necesidades diarias? ¿estudiar en escuelas públicas que cada vez son peores, que cada vez tienen menos financiamiento y más mafias? ¿pagar miles de pesos por una educación de dudosa calidad? ¿mejorarse a uno mismo cuando te apuntan a la cara para ir a tu casa? ¿no ser corrupto y arriesgarte a morir en el intento de denunciar la corrupción? ¿pagar unos impuestos altísimos para conseguir nada a cambio?  La cuestión no es sencilla. No se trata de sólo sentarse a trabajar y estudiar de manera desaforada, de cumplir con todo y “dar nuestro granito de arena”. No se trata ya sólo de una devaluación de la moneda, ni de “mordidas” que podemos evitar, ni de la obesidad o una crisis de salud, ni menos de trabajar para tener un “patrimonio”; se trata de enfrentar a otro, exactamente igual a todos los humanos, que tiene como arma la impunidad; se trata de cargar un gas pimienta para no ser parte de las desaparecidas; se trata de contener toda la rabia en la garganta y tragarse el miedo para no “mostrarlo” cuando te apuntan con un arma a la cara; se trata de vivir –de sobrevivir– todos los días pese al miedo; se trata de invertir tiempo y esfuerzo y dinero y nervios para lograr estar. Y sin embargo, pese a que todos sabemos esto, sólo hay “oportunistas políticos” aquí en Berlín o en Oslo o en México. En las protestas he visto “intelectuales” que lo único que buscan es ganar visibilidad y ser considerados agentes de la construcción histórica –todos se colocan la mano en el pecho con la misma solemnidad que cargan la bandera comunista o la mexicana manchada de rojo, la imagen del Che Guevara o la cara desollada de Julio César–; pero, fuera de la visibilidad, del espectáculo público, estos mismos “intelectuales” son racistas, clasistas y machistas. Estos mismos son los que hace meses defendían al Estado y pedían que la opinión se relativizara, pues “el PRI sabe gobernar, es fuerte y da oportunidades que otros países no dan”; es de los pocos países en el mundo que ofrece becas a extranjeros, por ejemplo, pese al artículo 33. Yo no quiero becas que apoyen investigaciones ociosas si el precio que tengo que pagar es ver la angustia a flor de piel en la gente que quiero, si tengo que sentir la incertidumbre económica, si sé que en México todos los días “te juegas la vida”.    


Las protestas desaparecerán, como han ido desapareciendo; los agentes políticos quizás ganen un “hueso”, otros serán admirados por sus alumnos o colegas. Todo recobrará u ocupará un lugar en el orden de corrupción en el que estamos. La protesta por los 43 estudiantes se institucionalizará, se abandonará a los padres, y se convertirá en una moda. La protesta no ha crecido, la indignación no es cada vez mayor porque lo que importa es tener sujetos políticos –que en realidad no importan como humanos– que puedan ser considerados víctimas dentro de la noción de “izquierda”. Que Erika Cassandra haya aparecido desollada no implicó indignación para nadie, sólo un dolor tan profundo que todos quisieron ocultar, que todos buscaron dejar atrás, que no importó más que para unas cuantas feministas –de verdad– conscientes, como Artemisa. Incluso se pidió, se exigió, que su rostro desollado no formara parte de las imágenes públicas. ¿Cuál es la diferencia entre Erika Cassandra y Julio César? ¿acaso es que ella no era activista, ni un sujeto político identificado con la izquierda? ¿Por qué la protesta por las niñas asesinadas en Edomex no logró nada? Este debería ser un país en el que una mujer, un estudiantes, un derechista, un izquierdista, un católico, ateo o lo que fuere pudiera caminar tranquilo, protestar sin correr riesgo ni ser perseguido. Debería ser un país… Al final, las únicas víctimas del Estado y de la sociedad son Erika y Julio César, los normalistas, las miles de mujeres, los miles de indocumentados, los médicos desaparecidos o encarcelados, los maestros, los campesinos, las provincias. ¿Entonces, como masa, porque uno mismo no puede hacer nada, qué hacemos? Esto parece una broma perversa y cínica, la sociedad mexicana es completamente predecible y débil, se puede hacer con ella lo que sea, hasta volar a China en medio de una crisis política, restregar una casa de millones de dólares o, en medio de la devaluación, regresarle sus pertenencia a uno de los asesinos y ladrones más terribles de la política mexicana.