martes, 8 de febrero de 2022

Apuntes personales sobre Coco y Encanto

Siempre me he resistido a ver las películas de moda. Me negué hasta lo imposible a ver Coco de Disney. También me negué a descargar una plataforma digital más para ver películas que "poco tienen que ver conmigo". He de admitir que debo encontrar nuevas formas de justificar mis gustos culposos. Ahora puedo poner de pretexto que mi hija quiere ver las películas, pero ella las odia, se aburre y llora cuando las reproduzco. Finalmente termino desencantada, generalmente. El mismo discurso misógino y machista de siempre: la eterna "lucha" entre las mujeres por la validación de los hombres,  sujetas a los juicios de otros sobre ellas y siempre dependiendo de un destino feliz que se cumple gracias a un otro, generalmente príncipe. Últimamente se ha cambiado la narrativa con algunas producciones en las que ya no hay princesas, o si las hay, como en Brave, se desenvuelve en una realidad "exótica". 

Fuera de las princesas, Coco es una película que vuelve exóticos a los mexicanos. Normaliza un imaginario de la violencia sistemática contra la infancia como algo "aceptable" en estos países que no superan la superstición, la magia y la tradición. Lo mágico y lo tradicional debería ser algo de qué enorgullecerse, pero esa carga imaginativa termina por volverse un peso en la representación de los mexicanos mismos: somos supersticiosos, amantes de la música, seguimos ídolos (al modelo Televisa), aceptamos y vivimos la violencia de mujeres que han tenido que actuar con rudeza por la sin razón; pero en la magia del Día de muertos (fiesta institucional más que "culturalmente" auténtica) debemos sentir regocijo. Muy astutamente Disney ha creado un imaginario sociológico del mexicano que ha hecho sentirse orgulloso a los mexicanos mismos. Hay que admitirlo, la producción es buena, el guion es afortunado y la música es excelsa. Pero detrás de todo esto se vuelve evidente un interés de perpetuar un imaginario de atraso, anclado en el tiempo, de un México rural que parecería presentarse como lo "profundo", lo "auténtico": nuestra mera identidad. 

Es significativo que la historia esté basada en el rencor que tiene que superar una mujer, con una hija, abandonada por un hombre soñador. Se interpreta que el acto de injusticia es contra el pobre sujeto soñador y no contra ella, que tiene un legítimo enojo. No se niega que hubo amor, pero en un principio, a Héctor Rivera le ganó el compadrazgo, el anhelo por la gloria y la fama, el egoísmo masculino: impulsos que lo llevaron a la muerte en manos de su igual. La mujer enojada y confundida encuentra en la música la causa de su abandono. La hija, Coco, tiene que vivir con ese enorme peso de haber sido abandonada por su padre y ver sufrir incansablemente a su madre. Ese dolor lo hereda generación tras generación, hasta que llega un niño –qué significativo es que sea un niño– dispuesto a abandonar a la familia y a transgredir las reglas pese a la suprema violencia de su abuela y "la chancla". La línea genealógica de los Rivera indica que se trata de mujeres abandonadas por los hombres. Desde Coco hasta Miguel (tres generaciones), todos llevan el apellido Rivera, el de aquel que abandonó a la familia. Lo que nos demuestra la ausencia permanente de la figura paterna, salvo en el caso del protagonista principal. Miguel, por medio de la ansiedad de Imelda y de Coco, transmitido a toda la familia en forma de odio, restablece un "malentendido inicial" en el mundo de los vivos y de los muertos, para hacerle justicia a un hombre que abandonó a su familia. Aunque es cierto que se arrepiente al ver que la gloria aún estaba lejos, no hay que olvidar que, así como los braseros y mojados, decidió dejar a su familia "por un futuro mejor" y, ya sea víctimas de las circunstancias o de sí mismos, nunca regresó. 

Tras esta "aclaración" todas las mujeres, sin cuestionarse más, deben aceptar las razones y perdonar por el bien de la familia y no para sanarse a sí mismas por medio de la música, salvo en el caso de Coco. El momento más conmovedor de la película es aquel en el que ella puede recordar quién es gracias a una canción que restablece el vínculo afectivo entre padre e hija, aunque solo en la memoria, y así puede morir en paz. Gracias a ese acto heroico, que alude, aunque desde la banalidad, a la catabásis de Ulises y Eneas, incluso a la de Dante (ante lo que sí hay un guiño con el perro alebrije), es que Miguel Rivera puede salir de los recovecos de una casa que apenas imaginamos. Recovecos en los que debía esconderse del dolor transfigurado en odio de la Santa Madre.

Distinto es el caso de Encanto. Cuando apareció la publicidad de la película me imaginé un proceso de creación de estereotipos parecido al de Coco: puro realismo mágico y mariposas amarillas, una casa como la de los Buendía y poblaciones encerradas en espacios selváticos y montañosos. Lo cierto es que la producción es muy cercana a lo que me había imaginado, con una salvedad importante: esta película sí propone una sanación de la compleja configuración de la familia en América Latina, que ha dado un mandato a las mujeres de ser "fuertes" y "perfectas", mientras que los hombres se vuelven elementos casi accesorios: todos profundamente lastimados se vuelven víctimas o victimarios. Además, es obvio que detrás del guión de Encanto hay una literata feminista. 

El Encanto es una alegoría perfecta de la coraza que debieron "tejer" las mujeres solas –que se apropia de todo un espacio, de un pueblo, y se transforma en una casa.  Ya sea porque fueron abandonadas o porque perdieron en la Violencia a su pareja, las mujeres del Encanto deben cargar a cuestas con su dolor para garantizar la subsistencia de la familia, hasta construir tiranías que oprimen a toda la red familiar para mantener vivo el "milagro" de haber sobrevivido. Todo el universo del Encanto funciona de tal manera que todos debe tener papeles específicos derivados de un talento, producto del "milagro original": el deseo de que nunca vuelva a aparecer la desolación. Las mujeres están obligadas a mantener el orden, mientras que los hombres, entre accesorios e inútiles elementos irrisorios, pueden perderse en los recovecos de la casa. 

El rasgo feminista en la obra está en las constantes muestras de sororidad del único personaje que no tiene ningún talento –y por lo tanto, ningún mandato. Ella puede ser libre porque no tiene que ser perfecta ni fuerte, porque no está obligada a nada dentro de la familia, por lo que se le ve como enemigo de todos, el elemento que daña y que desestructura el orden (la casa y las montañas). Por medio de la disputa y la confrontación Mirabel puede comprender a las mujeres de su familia. Tras comprender a la abuela le es posible comprender el dolor de los hombres perdidos (Bruno); es capaz de dar esperanza a la que está obligada a escuchar, pero nunca es escuchada (Dolores), de sanar a la sanadora, de validar los sentimientos tormentosos. Es por eso que ella puede salvar el Encanto, porque es un agente de cambio. 

Así son las familias latinoamericanas, sobre todo las rurales, en cuya historia hay un pasado de dolor, de pérdidas inmensas y de persecución. Tal es la historia de mi familia, con hombres perdidos en sus casas, mujeres que están obligadas a sanar a ayudar a cocinar a comprender a acompañar a soportar todo el peso de la familia entera. Donde hay hombres que creen que, desde su propia tragedia vital, pueden imponer y validar. Y hay mujeres que esperan esa validación. Y elementos de cambio que son oprimidos con fuerza, destruidos y aplastados. Hasta que hay una mujer que sabe sanar y la misma abuela puede ver en ella el "milagro" para transformar la lógica familiar. Pero a diferencia de las películas de Disney –al final de cuentas son narraciones feéricas–, la vida real no se resuelve así. Las abuelas pocas veces regresan al lugar donde se origina su dolor y admiten el daño que, sin saberlo y sin quererlo, han hecho. Los hermanos perdidos mueren desmembrados en un recoveco de la casa. La que nunca fue escuchada grita desesperada y es juzgada de loca. Los sentimientos se vuelven tormentas y huracanes sin que haya una validación ni un reconocimiento. La fuerza se agota en sí misma y la belleza termina anulada en matrimonios obligados. 

El milagro se da en la huída y en la destrucción total de la estructura, pues mientras haya un cimiento en pie de esa "casa" ningún miembro de la familia será capaz de cuestionar sus envidias, recelos, miedos, dolores y anhelos. El milagro que se nos ha dado a muchos es poder huir de la violencia y ser capaces de reconocer que ese "milagro" se nos concedió gracias a una abuela que tuvo que sufrir lo que, esperemos en un Dios y en el Universo, nunca sufriremos, pero ese dolor de eterna pérdida se perpetua a su manera en cada uno de los integrantes de esa casa que se arrastra como una maldición a dónde sea que vayan. 

Encanto, a diferencia de muchas otras películas, da la oportunidad de identificar qué función cumple cada uno de los integrantes de la familia en ese "milagro original". No es cuestión de "romper e irse" como lo intentaron algunos, sino de romper y reconstruir. ¡Menuda tarea! Es más fácil huir que volver al lugar de la pérdida. Es más fácil mover montañas que mover voluntades. Es más fácil decir adiós a una casa que reconstruirla, porque al reconstruir había que admitir que nos equivocamos, que mucho de lo que ha sucedido fue nuestra culpa o producto de nuestras malas decisiones y jamás –o muy pocas veces– será culpa de alguien más. 

En la práctica los integrantes de las familias latinoamericanas jamás admitirán que les cuesta llevar ese papel asignado, o que en un afán de reconocimiento han asumido, y que terminará destruyéndolos y destruyendo lo que hay a su alrededor. Aquella niña que nunca fue validada será la perpetua chismosa que todo lo oye y de todo intriga, porque es incapaz de ver que sus prácticas de vida son dañinas para todos. El resto de la familia –en un acto inconsciente– concederá todos sus caprichos por el bien de la familia. Los hombres berrinchudos, altaneros y machos serán incapaces de reconocer que en lo profundo están muy lastimados y, por lo tanto, jamás aceptarán un no por respuesta. Las mujeres a las que se les exigió la perfección, jamás perdonarán un error, y bajo ninguna circunstancia, el cambio del orden. Todos se sienten seguros en su "don" hasta que terminen por perderse en el olvido de una selva que no es sino un miedo originado por las circunstancias. Así es el Encanto. Así es Tapalpa.