martes, 23 de marzo de 2021

Un año

 Aún no sé qué decir y por eso escribiré cavilaciones. Ha pasado ya un año. Un año de su muerte y un año de pandemia. Todos en el fondo de alguna manera esperábamos que todo acabara. Que terminara el duelo. Que terminaran los duelos. Pero los duelos se prolongan y multiplican. ¿Acaso no es una condición de nuestra noción de temporalidad el deseo de volver? Este año hay una certeza: nada vuelve. No volveremos a verla y ese duelo es infinito. Este año la muerte nos asecha con más violencia. Amigos, enemigos, ajenos, cercanos… todos son asediados por la muerte. 

Hoy, otro aniversario importante: el cumpleaños de mi tía Concha. Hoy, después de leer nuevamente pasajes de la Divina Comedia, me fue inevitable recordar sus rostros muertos. El rostro de mi tía estaba lleno de alegría. Una extraña alegría en la muerte. Y cómo no morir feliz si la alucinación final es saberse corriendo por un campo impregnado por el olor de los azares. Días después de su muerte la soñé. El sueño era tan real. Yo caminaba por algún metro de Berlín con la misma chamarra que traigo ahora mismo puesta. Era quizás U-Yorkstrasse. La encontraba en medio del camino. Ella extendía sus manos para abrazarme, en un franco gesto de alegría. Yo corría a abrazarla y le pedía perdón por no haber regresado antes, por no haberme despedido. “Debes aprender a perdonarte”.

Aquel sueño culminaba en la mirada de mi abuela perdida en la mirada lejana de mi tía. El rostro mortuorio de mi abuela es diferente. Algo de estremecedor tenía: no era ella. Toda su alegría y vitalidad se habían perdido. Su rostro se me confunde en la memoria, y en la primera visión, con la máscara mortuoria de Dante. El ceño fruncido, la boca entristecida, la piel alisada, obligada a descansar. Su muerte la obligaba a descansar. Así era su rostro. El descanso no parecía placentero, sino obligatorio. Su muerte de alguna manera lo era.

¿Por qué Dante tenía ese gesto? ¿Por qué ella reprodujo exactamente el mismo gesto de tristeza ante su muerte? Tuvo la muerte de los justos. Murió mientras dormía, según dicen. ¿Acaso la tristeza de una vida intensa la alcanzaron en sus últimos momentos? Lo cierto es que por esa palimpsesto mortuorio veo a Dante en ella y a ella en Florencia. Florencia, la ciudad que ninguna de las dos conocemos y que ambas anhelamos conocer. Se cree que Dante tenía esa expresión al morir por la añoranza de su ciudad. O por Beatriz. ¿Qué congoja se impregnó en el rostro de mi Nina? 


Algo de poético, como un regalo del destino, hay en nuestra ficción demencial. Ahora, menos que nunca, puedo apartar su recuerdo de mi experiencia. Su muerte no duele hasta que “caigo en la cuenta” de que ya no está. Pero sí está. Hay en mí una extraña certeza de que aún está, acompañándonos en cada instante, en cada gesto, en cada disgusto y en cada rencor. Hay en mí un anhelo certero de reencontrarla. La encuentro cada que leo a Dante, a Virgilio o, incluso, a Homero u Ovidio. Acaso una traición de la memoria que me obliga a pensarla en esas contemplaciones de “la azul inmensidad” del mundo helenizado. Cada que evoco el Mediterráneo allí está ella. ¿Por qué? ¿Por qué si nunca hubo una afinidad literaria entre ella y yo? Sin embargo, ella me enseñó a leer en un acto inconsciente de liberación. El límite para ella fue la lectura, por no saber leer no pudo elegir su destino. Ella de alguna manera imaginó mi límite en el cielo. La lectura como acto me remontan a ese sueño que fue mi niñez y me lleva a un sueño todavía más fascinante: toda la tradición literaria de Occidente, al origen de nosotras mismas, al lugar del nacimiento de todo lo que somos capaces de pensar. 


Nuestras vidas son muy diferentes. Yo pude pelearme contra el mundo. Desacatar todas las órdenes. Hacer lo que “mi santa voluntad” me dictara. Ella, en cambio, tuvo que encontrar caminos razonados para escapar de la violencia que siempre la acechó. Ella tuvo que someter su rebeldía y aprender a aparentar. Ella no pudo escapar. Y, a pesar de todo, ella encontró cierto reconocimiento en mi lucha constante. Antes de irme a Alemania, sin que yo expresara mi ansiedad ante el inminente cambio, me dijo: “el miedo no se muestra. No lo muestres porque el mundo te come”. Cuando le conté de mi “aventura” en Argentina me aconsejó “siempre volarme” a donde me sintiera libre. 


Siempre pensé en sus palabras como algo “pintoresco”, sin embargo, con el paso del tiempo cada día me convenzo más de que ella trataba de motivar mi libertad. Sacarme de las ataduras del destino. “Si un día no tienes nada, aquí tienes ese terrenito que te dejo”. El trato ante los ojos de los demás fue “económico”, pero ella y yo sabíamos que su regalo era un acto de compasión hacia mí. No sólo me quiso pese a ser “la oveja negra”, la niña rebelde e “inútil”, sino que indicó una dirección para que mi vida fuera mejor que la de ella. Me dio lo que a ella no le dieron. Ella creyó en mí aunque no entendiera mi rumbo. 


Anoche, mientras leía “Cadmo” y “Eco y Narciso” me fue inevitable recordar nuestra “mini-ficción” estelar. Ella bautizaba las estrellas con nombres de flores. Una se llama Narciso. Y el libro en el que aprendía a leer, escrito por otra mujer que ha tramado mi historia, era precisamente sobre Cadmo y Narciso. 

Si algo definió a mi abuela fueron sus inmensos actos de compasión hacia sus nietos. Sus hijos quizás recuerdan el castigo, como lo hacemos todos los hijos, pero ella supo compadecerse de nosotros y procuró darnos algo de consuelo. Eternamente le agradeceré haberme enseñado a leer y a ironizar, pese a que ese regalo a ella le fue negado. Agradezco su mirada comprensiva frente a mi desenfrenada y desordenada existencia. Agradezco su gesto de orgullo cuando supo que había terminado el doctorado. “¿Quién sabe qué es eso? ¿Eres doctora o no?”, me decía de broma. Sin saber, quizás, qué era y cuánto esfuerzo implica ese grado académico, ella me miraba con orgullo, como si “lo hubiéramos logrado”. Mi libro la aburría. La vi cabecear cuando intentó leerlo, pero hizo el esfuerzo por leerlo porque quería decirme qué le parecía. Cuando supo que me iba nuevamente a Europa me recomendó ir a Roma. “¿Quién se iba a imaginar que yo iba a andar por allá y que una de mis nietas viajaría hasta de donde somos? Porque de allá somos. De allá viene nuestra fe”. 


De allá somos y de allá viene nuestra fe. Ella pudo dar y dio tanto en la vida. Con actos “pintorescos” cambió el rumbo de muchas vidas. ¿Por qué su gesto parece de cansancio o de tristeza? Acaso la conciencia de una vida tan intensa nunca la abandonó. Murió el mismo día que Dante desciende al Infierno para alcanzar el paraíso. Espero que ella esté contemplando la Gracia o “la azul inmensidad”.