viernes, 5 de junio de 2020

Nina

Han pasado 3 meses, 5 meses, un año, cien años, ciento un años y aún no hay nada qué decir porque ella lo dijo todo. La Historia se aglomera abrumadora en el momento de su muerte. El tiempo se ha vuelto pantanoso. Dicen que es la cuarentena, dicen que es el encierro. Lo cierto es que desde su partida hay una pausa que cada vez es más y más abrumadora. Una fuerza concéntrica y devoradora que no nos deja irnos. Llegamos a Comala buscando una respuesta y encontramos el estanco. Ella imprimía cierta velocidad al día. Siempre el cambio. Siempre la alegría. Ahora, sin ella, todo parece invertebrado. 
Han pasado exactamente 5 meses desde que en medio de una plática me di cuenta de que sus ojos se vaciaron. “Ve y llénate los ojos”, me dijo antes de ir a Italia ¿y qué va una a hacer a Italia sino es a llenarse los ojos?
Después de 3 meses hay algo que realmente entiendo apenas. Ella supo ser especial y única para cada uno de nosotros. No hay una “Nina” en común. Ella supo cómo ser particular: gran estrategia diplomática. Sabía cómo leer a la gente. Sabía nuestras faltas y nuestros alcance. Se hizo especial a su manera para cada uno. Jamás ninguno de nosotros tiene a la “Nina total”, porque ella fue total para todos. Todos quizás creen que la conocían mejor que otros; pero la verdad es que ella nos conocía mejor que nosotros mismos. Jugaba a ser ingenua, pero ingenuo fue quien no se dio cuenta de su suprema inteligencia. Ella sabía cómo hacernos sentir valor, miedo, esperanza y fe, o derrota.
Tras tres meses sólo tengo golpes de memoria, como los que ella tenía, golpes que fracturaron su lucidez para dar paso a la experiencia, a la existencia.
Mi primer recuerdo con ella es más una sensación en la mano: era una noche fría, la farola muy tenue dejaba apenas adivinar las sombras. Por alguna razón teníamos que caminar entre la llovizna ya muy entrada la noche. Ella me sujetaba con mucha fuerza la mano. Yo recuerdo sólo su mano apretando la mía como si el universo entero me sujetara. Años después, antes de irme a Ciudad de México, me tomó la mano para despedirse y recordó esa noche que también yo recuerdo: “Nana, niña, tus manos siguen siendo tan chiquitas y no crecen, las sigo envolviendo con una sola mano. Estas manos no sirven para trabajar, ni para picar cebolla, pero tú con esa cabeza mueves el mundo”. “Pero lo único que puedo hacer es picar cebolla”. Nos reímos. La paradoja es que es cierto. Todo es cierto. 

Foto de Alejandro Hernández

Muchos años después, en Ravenna, me quejaba justamente de mis manos inútiles incapaces casi de todo. Mientras pensaba al respecto un reflejo en el suelo de la Iglesia de San Vitale llamó mi atención: “hay algo en el suelo”, pensé concentrada en entender qué veía. De la nada recordé las palabras de mi Nina: “Ve y llénate los ojos”, y por instinto más que por razón miré hacia arriba. La belleza de aquella bóveda cayó sobre mí llenándome los ojos y el alma de una abrumadora nostalgia. Era tal la belleza que me rendí de rodillas ante ese esplendor. “¿Cómo no creer en Dios?” Fue lo único que logré pensar. Eso fue lo que le dije cuando me preguntó sobre mi viaje “¿Cómo no creer en Dios después de haber estado en Italia?”. Coincidió conmigo y me contó que su experiencia en la Capilla Sixtina había sido igual: una belleza que entristece, que agobia que “duele aquí”, decía señalándose y presionando su pecho con el dedo medio y el índice. 
Ese día, el 6 de febrero de este año, supe que se estaba despidiendo de mí. Hablábamos como siempre de cualquier cosa, me dijo que tenía comezón en la cabeza, que si podía revisar su pelo. Lo hice y empecé a cepillarla. Y entre una charla y otra me dijo “¿recuerdas cuando te llevaba de la mano, tus manos chiquitas, y te apretaba tan fuerte para que no te perdieras en la Capilla Sixtina? ¡Cómo nos llenamos los ojos!” Y me miró con los ojos tan abiertos y tan sorprendidos, tan alegres, tan llenos de complicidad. Fue una fractura de la memoria. Una memoria tan llena de fisuras que construyó el regalo y el recuerdo más preciado. Fue su despedida. Sus ojos estaban tan llenos, tan verdes. Irradiaban tanta luz. 
Desvió la mirada y me preguntó que si las gallinas ya estaban en el palo. Su mirada se apagó, se perdió en los recuerdos. Ella se perdió en esos mismos recuerdos, algunos quizás sumamente dolorosos. La abracé fuerte. Sabía que esa era la despedida. Ahora, cada que recuerdo San Vitale la siento tomando mi mano: imaginó todo un mundo que construyó con dos experiencias, con dos existencias, para construir una única, irrepetible e inigualable; rompió toda lógica del tiempo y toda lógica de la realidad. Hizo la mejor obra literaria. Ahora es tan libre.