viernes, 15 de mayo de 2015

Escribir y borrar

Quizás la primera vez que concebí a alguien como maestro –como maestra, para ser justa– fue ya hace mucho tiempo, tanto que ese día se me ha desdibujado en la memoria, sin embargo, el sentimiento late igual desde entonces. Se quedó en mí. 
Era una tarde como cualquiera. Tras la escuela yo procuré esconderme en algún lugar de la casa de mi abuela para evitar hacer la tarea. Pero ese día me encontró mi tía Concha, quien le diera clases a casi medio pueblo –yo sólo la vi una vez frene al aula y yo no era parte de su alumnado–, y se puso a hacer la tarea conmigo. Con fastidio comencé a hacerla. 
No había forma de que pudiera resolver operaciones matemáticas simples. Mi tía extrañada de que pudiera hacer cálculos mentales, pero no en papel, comenzó a hacerme pruebas muy extrañas. Una consistía en trazar líneas sobre el papel de izquierda a derecha: misión imposible para mí. Insistía en hacerlas con la mano izquierda y de derecha a izquierda.
–Pero escribes con la derecha.
 Comenzamos una lucha interminable: yo trazaba una linea temblorosa y curva; ella la borraba con insistencia. Yo pensaba que en esa dinámica en realidad ella trabajaba mucho más que yo: borrar mis líneas mal hechas era más laborioso que volverlas a trazarlas. Me pedía que me esforzara. Pese a que yo trataba de dar lo mejor de mí, no podía hacer una sola linea derecha. 


                                                            (María Asunción Suarez)

Borrar y dibujar. Borrar y borrar. Esa tarea se repitió durante tanto tiempo que terminé aburriéndome y pidiéndole que me dejara hacer las líneas mal, que no podía hacerlo mejor. Recuerdo que me dijo que si no podía hacer las cosas, tenía que intentarlo siempre, siempre y siempre hasta que pudiera hacerlo. Recuerdo que mi reclamo fue “no puedo, soy tonta, no puedo hacerlo” y para mi sorpresa, y pese a la ternura que cargaba en sus ojos verdes, su respuesta fue más bien dura y fría: “si eres tonta tienes que trabajar más, porque hasta lo tonto se quita; lo que tienes es flojera”. 
Comenzamos otra vez a trazar y borrar y borrar.  
Después de ese día terminé yendo a lo que mi madre y ella llamaban “la escuelita”, donde en lienzos dibujaba y dibujaba y dibujaba, y en cuadernos escribía hasta el cansancio números en distinto orden. Años después supe lo que tanto me divertía en “la escuelita” era en realidad terapia para corregir la dislexia. 



Al final nunca pude hacer lineas derechas. Nunca pude y tampoco me esfuerzo mucho por poder, pero aprendí a tolerar la frustración, a que “no poder hacer algo” no es cuestión de inteligencia sino de empeño, que el talento se gana o se pierde, y que toda limitación puede corregirse, y que al final, ese proceso de corrección puede desarrollar otras habilidades que, de no ser por esa “limitación”, nunca se habrían desarrollado. 
Años después, cuando hacía el CCH, mi maestro de cálculo y estadísticas me reconocía como la mejor alumna que había tenido en toda su historia como maestro y la única persona capaz de terminar sus exámenes en menos de 20 minutos. No sé si eso sea cierto y no me importa. Ese día que Juan de Dios me decía eso me alegré de que la vida me hubiera permitido coincidir con mi tía Concha. 

Cada que me siento sin fuerzas para lograr algo más que ese recuerdo ella me acompaña. Lo que me enseñó ese día forma parte de mí, de lo que soy y de lo que busco.