miércoles, 8 de junio de 2022

6 de junio

 Cada 6 de junio había una suerte de algarabía que, estoy segura, nadie en la familia entendía a cabalidad. Conforme la edad de mi abuela era más enfática, mayor era el festejo. Era una suerte de celebración atravesada por una ansiedad que dejaba asomar resquicios de la tormenta que habría de desatarse una vez que se "apagara la vela". Nos quedamos sin vínculo. Es normal, dice la Tanatología. Lo que no es normal es intentar mantener una unión disfuncional a toda costa. Recuerdo un cumpleaños vacío. Mi abuela no había recibido si quiera la tan esperada llamada de Estados Unidos. Sólo estábamos ella, mi hermano, mi mamá, yo y mis primos vecinos. Después llegaron mi tía, que aún vivía en Guadalajara, y mi primo. Nadie más se aparecía. Estábamos esperando que algo pasara y había en la cara de Ella una cierta angustia. Pero el teléfono no timbraba. Otra tía estaba en Ciudad Guzmán y después iría. Más tarde. Otro día. Esa imagen desesperanzada se clavó en mi memoria para aparecer ensimismada en una absoluta confianza años después, cuando todos nos desvivíamos por hacer celebraciones llenas de vitalidad que desbordaban a la mayoría. 


Así eran las fiestas para salir a la playa. Así fue la fiesta de su boda. Una boda que duró una semana. "¿Así eran las bodas antes?". "No, así fue la mía". Sin embargo, el día que con mayor alegría recordaba era su llegada al mar. 

"Salimos todos muy temprano. Tuvimos que levantarnos muy temprano para armar las petacas, pera llenarlas de comida. Era ya casi mi cumpleaños. Echamos todo en burros y caballos que nos bajaron hasta San Gabriel. Había unos peñascos enormes. Decían eran unas mujeres chismosas a las que llevaron al borde del cerro. Una vez abajo tomamos un tren de mulas que nos llevó, tras mucho camino, mucha tierra, mucho sol, hasta una playa".

"El día de mi cumpleaños llegamos muy temprano. Vi el mar. Era tan grande y hacía tanto ruido. No recuerdo cómo se llama ese lugar, pero el ruido era tanto que empecé a sentir como si fuera mi corazón el que golpeaba contra las piedras. Quise acercarme, pero mi papá no me dejó. Fue la primera vez que vi el mar. Era un mar café. La primera vez que vi las olas pensé que había alguien adentro que las hacía. Tenía 9 añitos y apenas conocía el mar. Me acerqué me dio mucho frío en los pies y me dio tanto miedo que la arena me jalara hacia adentro".


-¿Nunca pensó en la inmensidad del mar?


"No. Ni de Dios me acordé. Me dio tanto miedo que el mar me fuera a comer, como gritaba mi mamá. Los muchachos se metieron a nadar".


-¿En qué pensó cuando vio el mar?


"No pensé nada. No podía pensar en nada. El miedo que sentí fue parecido a cuando los aviones volaban encima de nosotros o cuando quemaron nuestra casa. Desde el cerro las llamas se veían tan altas que sentí miedo. Casi el mismo miedo que sentí frente al mar. Después, en Mazatlán, ya no me dio miedo. Pero esa vez sentí algo muy parecido a cuando vi la bóveda de la Capilla Sixtina. ¿Tú conoces la Capilla Sixtina?".


-Sí.


-"Es esa inmensidad que apachurra aquí dentro. Esa vez también sentí tanto miedo. Pero es un miedo que a la vez te impide quitar los ojos. Yo no podía dejar de ver el paso de los aviones. Tampoco podía quitar los ojos de esas llamas que se comían todo lo que mi papá tenía. Los árboles se perdieron fuego... los borreguitos. ¡Esos balidos! La fuerza de ese mar. Ese cielo en la Capilla. Eso hace que me tiemble la garganta. Es bello y pavoroso. La Capilla también me dio miedo pero se me quedó aquí dentro, en los ojos, como el incendio, como el mar".


-¿Y los borreguitos?


-"Pobrecitos. Por eso aquí tengo a Jermis. Cada que lo veo me acuerdo de ellos. Pobrecitos". 


Esa cara de angustia apareció nuevamente. Como si esperara que ocurriera algo o como si algo se hubiera perdido. 


Ahora cada 6 de junio es una fecha más en la que cada cual ahoga sus cargos.