miércoles, 1 de mayo de 2013

Crónica de una lectura

Encontré las más gratas formas de felicidad en el diálogo. Hablar con gente interesante, en compañía -y de la mano- de la más gratas de todas, ha sido de las experiencias más enriquecedoras de los últimos meses. Recuerdo entonces que fue hace ya años que me sentí así de feliz, cuando aún era "la niña", por ser la becaria de 22 años en medio de investigadores que ya rebasaban los 40. 
El díalogo en estos últimos meses ha sido una de las formas de mayor conocimiento y construcción de sentido, de reflexión y de discursos. El diálogo ha sido la forma, válgame la construcción, de rebasar el discurso, de superar el orden y, en el fondo, en últimos momentos, la superstición. El dialogo mantiene un flujo y nunca es el mismo, sólo corre, y aunque se regrese -como al río- nunca serán las mismas palabras, los mismos sentidos o las mismas búsquedas. Esa movilidad es la que logra curar el alma, quizás, permite dejar puro el amor. Pero en todo fluir se percibe algo de dañino, algo de violencia al abrir el cauce. Algo de temor por que algún día deje de fluir y quede el surco -como acueducto de civilización abandonada.

Hace un momento leía sobre la construcción de sentidos y de la superstición. Recordé a Octavio Paz, quien con mucho afán sofista atinó a decir, con pretexto de Nervo, "todo discurso, por muy fundado en la libertad que esté, termina por convertirse en una cárcel". La creación de sentido, sin ese flujo, sin la movilidad, sin la variación, sin el diálogo, termina por transformarse en dogma, en estanque, en musgo: siempre lo mismo. Termina por convertirse en un muerto. (La transformación epistémica de los modernistas tiene origen en esta inquietud, en la búsqueda por escapar a ese anquilosamiento, a la muerte de la cultura, de las letras, del sentido, de si mismos. Con el movimiento la muerte es risible, la muerte se mueve y puede dar vida).

Que el diálogo sea la construcción de conocimiento y sabiduría, la retórica es la puesta en práctica de esa sabiduría, y la filosofía la sistematización y desconstrucción de esa sabiduría -búsqueda de una genealogía del saber- permite pensar un orden del pensamiento, de la apropiación de mundo. La tontería de todos los que se han (hemos) acercado al discurso con el fin de encontrar lo que subyace a éste está en no comprender la inutilidad y el infierno al que se enfrentan, al encontrarse a caballo entre las tres formas y no comprender ninguna. Un diálogo tiene en sí mismo un sin fin de prácticas intelectuales, emotivas e intencionales que escapan de cualquier comprensión si no se cuenta con el respaldo de la práctica dialéctica implícita. La retórica y la filosofía quizás sean las formas más fáciles de comprender, por su sistematicidad, por su construcción lógica. Lo vivo es difícil de asir, lo preconstruido es puro artificio, y lo muerto, muerto está. La muerte o "lo muerto" no es más que una construcción del recuerdo, una sistematización de lo que alguna vez estuvo vivo. Artificio, entonces. Plinio recoge un análisis de tiempos muertos para no regresar a ellos, y para comprender lo nuevo, lo hace con artificio y eso vuelve a esos tiempos bellos y deseables. Pero quizás sea un deseo mítico, un deseo del que una distancia histórica y una conciencia de que no es más que "ficción" nos resguardan. Benditos horizontes. 

La retoricidad de López Eire es la forma viva, la transformación de la lengua en el "conmovere". La trampa del lenguaje y del discurso es que en medio de la construcción retórica o la retoricidad no haya conciencia de lo que se está haciendo. Pensamos por medio de construcciones discursivas, ¿cómo pensar nuestro pensar? La toma de conciencia de lo que precede a esa construcción quizás sea la forma más plena de conocimiento, dada por el diálogo, lograda a través de la franqueza dialéctica. Pensar en el discurso es lo que debe lograrse, pensar en la construcción epistemológica propia y de cualquier construcción para no remover el hedor de los muertos o gangrenar lo vivo. 

El error, entonces, está en pretender darle vida a lo muerto. Pretender meter en medio de la retoricidad, y no de la historicidad, lo ya anquilosado. Darle movilidad no en el recuerdo, sino en el presente. ¿Qué impide separarlos? Quizás el rinoceronte de Durero, con esa construcción retórica sobre la memoria y la melancolía, que juntas terminan por formar ecfrásticamente una armadura contra la movilidad. La memoria sin diálogo termina por convertirse en una melancolía que aprisiona al más fuerte.  

La culpa impide salir de la cárcel. No es hasta que se cancela, se paga, se aclara, se remueve ese adeudo que se logra entrar nuevamente en el flujo.  En la mitología japonesa los muertos "nos acompañan", cargamos con ellos si es que hay alguna culpa. También en la del bajío: "El muerto le pesa en la espalda". ¿Qué hace que el muerto pese tanto? ¿Qué hace que no puedan quitárselo de los hombros, que les doble el cuello, que refleje una angustia? ¿La retórica? ¿El orden del discurso? Quizás sea la necesidad de creer que todo puede reconstruirse, restablecerse. Que aún puede guardarse y procurarse el orden original, el orden anterior.

Quizás más que restablecer el orden por medio de discursos aprisionantes, para que nada salga del control, porque la movilidad implica transformación, habría que ordenar el resquebrajamiento con un nuevo cauce, y no abandonarse a las leyes de la entropía. 
Pese a todos los vuelcos del discurso, todas las destrucciones y construcciones epistémicas, bajo las cuales no parece perdurar nada, puedo decir que "te quiero más allá del discurso", no importa cuántas cosas cambien, cuanto dolor "superficial" pueda causar una nueva realidad, o miles de realidades yuxtapuestas, siempre dentro de la violencia de un rápido que en el algún momento encontrará la calma y la desembocadura para entrar en movimiento perpetuo. Si un reconocimiento aguanta la violencia del diálogo, el azote del discurso, la variación epistemológica se ha ganado todo. Se ha logrado escapar a la cárcel del discurso.

Para los autores de "Retórica, sabiduría y sentido" hay discursos impenetrables que dan la impresión de ser "cosas inamovibles", de ser dogmas o lugares finales "una suerte de dioses". El orden del discurso traza la angustia de no encontrar nada "verdadero", de ser el discurso una farsa (o cuentos). Sin embargo, en una tarea ardua, dolorosa, confusa y angustiante por destruir todo discurso y ver qué es lo que queda, puede encontrarse, entonces, qué hay algo que mantiene el vínculo, que para poder encausarlo es necesario ponerle otro discurso que lo resguarde, que lo proteja, para después cambiarlo y construirlo, moverlo o sacudirlo para que no muera, para que no se gangrene o se agote. 

La transformación, la búsqueda constante, el cimbramiento del logos -de la cultura- permite la libertad, el auténtico reconocimiento, la inmaculada mirada. Sin embargo, "nada está dado", dentro de esa destrucción del logos se construyen otras, así per secula seculorum, mientras el hombre siga siendo racional. La inteligencia radicaría en superar lo racional para fundar "el orden de la transformación".
El problema es que el discurso nos supera, nos rebasa en territorios inaccesibles, en calcos culturales, psicológicos y educativos -incluso dialécticos-. Hay una forma dialéctica para cada mundo, para cada reconocimiento, eso no lo dudo. Pero, ¿cuando pese al encuentro falla la dialéctica? Sin la retórica la guerra permanecería, pero incluso en la retórica se justifican los más atroces atropellos. Lo que queda para resguardar(me) de las telarañas del discurso es entrar al juego de los mecanismos  discursivos para adoptar los recursos naturales, el flujo de una forma que, pese a la torpeza, brusquedad o fingida estulticia, no guarda mala fe. 

Al final sólo poder decir "te quiero más allá del discurso". Ahora, tras volver a un cauce de dudas por donde fluye el amor se me ha caído mi discurso. "Mi amor, no hay discurso que valga". Y no gracias a la voluntad sino al encuentro y reencuentro, a la búsqueda continua. Había olvidado que ante todo es la compañía. Eso es lo que he buscado, lo que hemos buscado y como nos hemos encontrado. La memoria a veces juega a codenar al olvido. 

Para mi buena fortuna la realidad supera el discurso, de lo contrarío estaría al borde del derrumbe, al filo de los ojos secos y de la rabia contenida, "a la orilla de mi misma". Las realidades no se hacen de retórica, sí los acuerdos, los pactos, las promesas, toda construcción epistémica que se circunscribe a una búsqueda de seguridad tangible en la palabra. Pero al final sólo está allí el cause. 
Reitero...


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