lunes, 6 de mayo de 2013

De mi encuentro con el Caribe

Cartagena. Al fin Cartagena de Indias. Lugar soñado desde mi más tierna infancia, desde los cuentos de piratas. Añorado sin saber que "ese lugar", entonces sin nombre ni ubicación, estaba en mi continente. Cartagena, donde nace la luz. Quizás, más que todo el asombro que me podían causar las murallas, los colores, la alegría, la música... la luz me llenaba del todo. Es una luminosidad inexplicable, contradictoria, como en un oximorón. Tanta luz anula las cosas, no es una luz nítida ni cristalina. Se podría decir que puede verse el color de la luz, tan extraño, tan oculto. La nitidez aparece en las cosas cercanas, como una revelación, pero no se puede adivinar el horizonte, no hay forma de saber "qué hay más allá", la luz lo envuelve y lo cubre todo. El pecho se incha, mejor dicho, se abre ante la belleza, se colma. "Es fácil olvidar y abandonarse ante tanta belleza".


La ciudad amurallada. Queda aún el vestigio de los ataques, de los intentos de conquista. Queda aún la prueba de que es una ciudad impenetrable. Se encuentra custodiados por los trazos de la inteligencia y la estrategia. Lo colorido de sus calles, la alegría de la gente, los cantos, los colores, toda la maravilla está por dentro y por fuera de sus murallas. Sin embargo, el calor sofoca, cansa, aletarga. Es necesario resguardarse de la luz, pues abruma, se transforma en revelaciones en el sueño. Las calles, pese a esa belleza y la felicidad que se respira estaban vacías. Las playas de Boca Grande, con ese mar frío, aún no reflejaban la vida del Caribe. Sin embargo, entrar al mar, bañarse en ese mar, es como bañarse en luz. 

El atardecer entonces. Apenas eran violáceas las luces, a veces verdes, a veces cobrizas y opacas. "Pensé que era más luminoso el atardecer", pero la luz jamás se apaga. La luz, pese a la noche, permanece. Entonces la vida, entonces las calles se llenan de bullicio, de música, de risas. Todo se puebla de mujeres y hombres alegres. Esa luz nocturna, tan extraña, que guarda Cartagena alegra y sana hasta la memoria más torturada. Entonces los arrojos, entonces las palabras francas, el erotismo al borde de la piel. Ese deseo está en el viento, el deseo de amar de querer de sentir es tan fuerte como la brisa. 

"Al fin Cartagena de Indias". 

La madrugada apenas se anuncia por los cantos de algunas aves y por la quietud de las calles. Apenas se presiente cuando la luz aparece con toda su fuerza, cuando todo se llena, nuevamente, de ese color inexplicable. La mañana aparece súbitamente. Hay que zarpar ya, el mar aún está tranquilo. Ese mar que se presenta tranquilo, adormecedor bajo un sol implacable ya apenas unos instantes de haber amanecido. Es un buen día para navegar. 



Primero la luz, navegar entre la luz. La ciudad comienza a perderse, se oculta no por la lejanía, sino por una cortina de luminosidad. Apenas se ven las murallas, apenas el castillo de San Felipe, apenas la grandeza de la ciudad amurallada. La bahía y la tranquilidad del mar quedan atrás. La violencia calmada del mar nos acompaña por todo el recorrido hasta las Islas del Rosario. 

Primero el mar azul, opaco, que se adivina en el fondo oscuro. Pero conforme entrábamos en mar abierto aparecía la claridad, primero azul, luego verde, hasta quedar el agua completamente cristalina. "Los corales golpearán el barco", sin embargo, la aparente cercanía del fondo era un efecto de la nitidez del mar. Las Islas. Todo se presenta como imágenes, como hallazgos que se presentan uno tras otro, tras otro, tras otro...

Al regresar de las Islas el mar anunciaba una tormenta. "¿Una tormenta con esta claridad?" Una tormenta que habría de violentarnos todo el regreso. Primero la emoción, la alegría, la confianza de que no se trataba propiamente de una tormenta. La luz lograba serenarme y mantenerme alegre. La violencia brutal de las olas golpeaba el barco. "¿Estás asustada?", me preguntó Sebas. Con trabajo moví la cabeza para negar, y pensé: "Preferiría estar asustada y no mareada". No pude ver en ningún momento cómo las olas golpeaban, cuándo subía el barco para caer violentamente. Mantenía los ojos cerrados para dejar que mi cuerpo, mi mente y mi sensibilidad se dejaran llevar por el movimiento. "No sé si la comida me afectó, si es el mareo, el mar o la luz -¡cuánta luz, cuánta luz!-, pero algo me hace ver colores tan vivos". Comenzaba a alucinar. Veía entonces colores brillantes, formas extrañas. Comenzaba a entrar en una suerte de sueño incontrolable. Las olas entraban por todas partes "Mi pasaporte se va a mojar y no me puedo mover". El agua golpeaba con fuerza. "¿Estás asustada?" Alcanzaba a escuchar a lo lejos. Apenas negaba con la cabeza. El chaleco salvavidas no me daba la seguridad que me daba encontrarme rodeada por sus brazos. En realidad me estaba quedando dormida en medio de la tormenta. 



"Ya vamos a entrar a la bahía" alcancé a escuchar. Abrí los ojos. Vi a un negro alto que con risa burlona nos dijo "Esto no es nada, eche, allí donde tú vas una ola sacó a un gringo del barco". Ya con completa conciencia no pude evitar responder a la sonrisa y a la burla, pensé "perfecto, si me saca una ola no importa, alcanzo a ver la orilla". Por fin entramos a la bahía. Entendí su importancia, entendí todo. Salimos a la proa del barco, a "secarnos", pero las olas y la lluvia aún golpeaban. No nos importó, podíamos ver Cartagena desde el mar. Me alegré al ver el embarcadero de los Pegasos. 

Tras lograr secarnos un poco salimos rumbo a Santa Marta. Dejamos atrás Cartagena. En el camino cruzamos una desembocadura del Río Margdalena, su magnitud apenas anuncia la inmensidad del río. Como niño que apenas descubre el mundo no podía dejar de hacer preguntas obvias que cariñosamente eran respondidas. Ya cruzando la ciénaga, o los dos mares, a lo lejos se adivinaba la Sierra Nevada, podía vislumbrarse de vez en vez según caían relámpagos. "Caminaremos por la sierra del Tayrona el fin de semana". 

Si la luz nace en Cartagena, el calor nace en Santa Marta. El sofocamiento, pese al aire acondicionado, a veces era insoportable. No había forma de "despertar" durante las horas más pesadas de calor. Pero el mar, "al fin un mar caliente", sorprendente, y sumamente salado. Ese mar que sería refugio y testigo de todo el erotismo que puede haber en el Caribe.



A un par de horas -creo- llegamos al Tayrona. La sierra costera más alta del mundo. Me emocionaba la idea de ver una sierra selvática junto al mar. El mar, ese mar lo esperaba con ansias. El camino parecía estar preparado para turistas perezosos. "Recorrer esto será fácil". Conforme avanzábamos el calor se volvía insoportable, el camino más abrupto, hasta quedar sólo un sendero que se adivinaba por abrirse entre la espesura de la selva. Al fin el mar, escuchaba el mar. La fuerza del romper de las olas me llenaba de esperanza, pero aún quedaban horas de camino. Cuando llegamos a la paya comprendí por qué pese a la lejanía podía escucharse el mar. El estruendo del mar era aterrador, sin embargo me sentí decepcionada: recorrer tanta selva en medio del calor para ser aplastada por una ola si apenas me atrevía a meterme. "Nunca había visto un mar tan violento".     

"Aún no llegamos". Sus palabras me devolvieron la esperanza. Volvimos a caminar, librando caminos de hormigas, animales extraños y cangrejos. 

-Qué feos son los cangrejos y qué desconfianza me dan. 
-Nunca has conocido a una persona Cáncer. 
-No, nunca.

El revoloteo de los recuerdo y del rencor, atizados por la espesura de la selva y el calor, se sosegaron al ver el mar. Otra vez el mar, un mar donde podría nadar. "Nunca había visto una arena tan gruesa, tan nueva". Continuamos hasta llegar a una bahía. "Yo no nadaré". Entré a nadar. Desde la orilla sentí la fuerza de ese mar, sin embargo, me dejé llevar. Nadé abandonada al capricho de las olas, sin alejarme mucho de la orilla, hasta que, sin saber cómo, me encontraba ya dentro, más adentro. La fuerza de mis brazos entonces no podía contra la fuerza implacable del mar. Ya sentía la debilidad, el desmayo por agotamiento. "La única forma de salir es dejarme llevar por una ola". Logré tocar la orilla, pero apenas puse las manos en la arena el mar me jaló de nuevo hacia sí. Grité, pero mi voz apenas era nada frente al estruendo de las olas. Tras unos minutos que parecían eternidades logré salir empujada por una ola. Cierto sentimiento de perversión por mi triunfo me invitó a volver a entrar al mar. Pero corrí hacia Sebastián. "Casi no salgo". Su distracción no le permitió ver mi lucha contra las olas, me causó gracia y pensé "cuánto drama por unas olas". 



Volvimos. Pensaba en el camino en la espesura de la selva, en que me gustaría subir hasta la ciudad perdida. "Esta sierra encierra los misterios del mundo". Había que caminar rápido. Sentía un cansancio insoportable en las piernas, sin embargo, salimos rápido de la selva, antes de que apareciera el "jeneque" -o algo así.

-¿Qué es eso?- Dije con cierto temor que pese a mi intento por ocultarlo fue evidente. 
- Camina antes de que salga.
-¿Cómo sabes que va a salir?- Insistí con temor, tratando de refugiarme en la incertidumbre.
- Porque ya han dejado de cantar los grillos. 

No quise insistir en saber lo que era y caminé deprisa. Como fuera, ya estaba por caer la noche. "Será un felino, un insecto, un roedor... México no tiene Caribe, definitivamente. ¿Cuánto faltará? ¿Qué es janeque o jeneque?".

- Vamos a la Guajira.
- Iremos a Taganga. La Guajira está muy lejos.

México parecía quedar muy atrás, muy lejos, guardado en algún rincón de mi memoria. Me encontraba inmersa en descubrimientos, en nuevas sensaciones, sentimientos y cercanías. Primero a la bahía de Santa Marta. "No hay bahía más perfecta, más hermosa". Ese mar tiene tanta luz, tanta vida. Es tan azul. Recorrimos entonces montañas casi desérticas, alturas que aparecían de manera abrupta. "Taganga, ¿qué significará?". A lo lejos logré ver la bahía verde-azul de Taganga, aún sobre los cerros áridos. Me sumergí en el mar que, pese a todo, parecía una laguna por la tranquilidad del agua. Mientras nadaba no pude evitar pensar que nadaba en verde, no en agua, sino en "verde... Verde que te quiero verde". A la lejanía todo tenía un color de jade. La emoción logró llenarme, llevarme a nadar placentera, feliz. A veces sola, a veces sujeta a él. Volvía a caer la noche, tuvimos que retirarnos. Antes de partir definitivamente nos detuvimos en lo alto, para ver la bahía. El agua ya comenzaba a tornarse dorada. "Verde-dorado". El cielo era ya violeta, "pero el violáceo es de las montañas". Partimos entonces, alcancé a regresar una mirada a la bahía. "Taganga, donde quise tus ojos del color del mar". 



"¿Iremos a la Guajira?"

Barranquilla nos aguardaba para revelarme otra suerte de encuentros. En la Cueva encontré, entre los amigos que recordarían y serían testigos de nuestro reconocimiento, el por qué me hacen felices las letras, -"valió la pena pelear por seguir en este camino"-por qué un compañero de viaje, de vuelo y de encuentros literarios es lo que me lleva a estar completa. Erick y Sarelys nos recordarían lo chusco, lo increíble y la magia que guarda nuestro encuentro de seis meses antes en Medellín. Los encuentros intelectuales lograron cerrar el recorrido por la costa de manera maravillosa. Al siguiente día regresaríamos a la fría Bogotá, con la alegría de la costa, del encuentro con el Caribe, y del descubrimiento intelectual.





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